domingo, 21 de junio de 2015

Patricio Valdés Marín



Existen tres estados de conciencia con respecto a una comprensión de Dios: conciencia de lo otro, conciencia de sí y conciencia profunda. Cada estado es propio de una etapa del crecimiento personal. Cada estado determina una relación particular con Dios.


La conciencia de lo otro


Lo primero y más elemental que relacionamos con lo transcen­dente y la divinidad es la experiencia de lo religioso. Esta se enmarca en un contexto psicológico y existencial, y proviene, en una primera instancia, de dos vertientes distintas que se origi­nan respectivamente en las dos direcciones que por naturaleza interesan a la conciencia humana, la conciencia de lo otro y la conciencia de sí.

La conciencia de lo otro significa conocimiento de una realidad ajena a uno mismo, que es de las cosas que nos rodean. Este tipo de conciencia, que poseemos todos los animales en mayor o menor grado es la conciencia acerca de las cosas que nos rodean. Este tipo de conciencia, que poseemos todos los animales en mayor o menor grado, es la más simple de todas y proviene de la capacidad natural de reconocer objetos que pueden ser afectados por nuestras acciones o que pueden afectarnos a nosotros. La acción que surge de la informa­ción provista por este tipo de conciencia no puede ser llamada precisamente libre, pues está condicionada  por los instintos y apetitos pro­pios que promueven la supervivencia y la reproducción para los cuales es específicamente funcional. La intensidad de esta con­ciencia varía desde el simple reconocimiento de la existencia de luminosidad o calor hasta la comprensión de las fórmulas químicas más complejas.

La experiencia de lo religioso, en esta primera instancia de la conciencia, se refiere a las fuerzas que percibimos en la naturaleza y que afectan positiva o negativamente nuestra existencia. Buscamos beneficiarnos cuando las fuerzas son positivas, y defendernos o cobijarnos cuando son negativas. El conocimiento o no del origen de estas fuerzas determina nuestra actitud religiosa respecto a la naturaleza. El mito y la ciencia están contrapuestas en la conciencia de lo otro como explicaciones radicalmente distintas sobre las otras dos existencias de la triada. De este modo, por parte de la conciencia de lo otro existe un tácito reconocimiento de que la totalidad del ser de la perso­na se ve afectada por una causalidad que ésta atribuye a fuerzas sobrenaturales misteriosas y divinas que actúan en la naturaleza, pero que para la ciencia son puramente naturales.

Causalidad atribuida a lo sobrenatural

El origen de las fuerzas naturales es evidentemente desconocido en culturas pre-científicas. La naturaleza se percibe como esencialmente pasiva, y la acción que allí opera se supone que proviene de fuerzas sobrenaturales. Aquellas fuerzas que tienen especialmente graves consecuencias, como te­rremotos, plagas, inundaciones y pestes, que producen pavor, como los truenos y las tormentas, y que son de escasa ocurrencia, como eclipses y cometas, son atribuidas a entidades sobrenaturales de manifiesto poder. También los acontecimientos que son decisivos en la vida individual, como el nacimiento, la enfermedad, la suerte, la muerte, entran en el ámbito de una significativa acción sobrenatural.

En un medio no cien­tífico la causa de algunos fenómenos puramente naturales son atribuidos por la magia y el mito a poderes sobrenaturales. La magia es una explicación imaginativa del acontecer, en el que incluso intenta influir; pretende el poder divino cuando viola aparentemente las leyes naturales. El mito es la explicación del acontecer como efecto de fuerzas que son corrientemente personi­ficadas y deificadas. El esoterismo pretende incluso llegar a conocer la voluntad sobrenatural y el destino individual y hasta colectivo.

Se supone asimismo que esta acción sobrenatural tiene una intencionalidad vinculada con el destino de una persona. Naturalmente, esta fuerza puede beneficiarla o no. Lo que la distingue es la suposición de que existe en aquella una intencionalidad, por lo que se transforma en una fuerza sobrenatural en la perspectiva de ésta. En lo religioso de la conciencia de lo otro operan mecanis­mos psicológicos de sacrificio, expiación, renuncia, aplacamien­to, retribución, atrición, dependencia, que son propios de una relación binominal que tiende al equilibrio. Todos estos mecanismos están sustentados por construcciones de mitos y también por condicionamientos psicológicos y genéticos. Se supone que la causalidad imputada a las deidades es una respuesta a la acción humana en la forma de premio o castigo, que son sentimientos derivados directamente de las sensaciones biológicas de placer y dolor y que compartimos con los animales superiores. El pecado recibe lógicamente un castigo. Para evitarlo o aminorarlo está el expediente del arre­pentimiento y la expiación. El milagro es una acción divina beneficiosa que altera la causalidad natural como respuesta a ruegos y sacrificios.

La realidad religiosa en la conciencia humana de lo otro emerge por el desconocimiento de las fuerzas que participan en la causalidad natural, y por el temor al poder de lo desconocido. El enorme poder de las fuerzas naturales es deificado. Esta actitud psicológi­ca primitiva podría ser un paso previo, y hasta casi necesario, para el establecimiento de una relación personal e íntima con Dios, pero también es el origen de las mistificaciones, supersticiones y otras aberraciones religiosas. Una consecuencia lógica es que en un mundo natural, donde todo se comparte con lo sobrenatural, existan lugares y cosas que se sacralizan o demonizan. Lo sagrado pasa a ser lugares y cosas donde las deidades se manifiestan con mayor poder y hasta llegan a dominar con exclusividad. Lo propio ocurre con lugares y cosas demoníacas.

En la perspectiva que combina lo religioso de la conciencia de lo otro con la idea de un monoteísmo omnipotente se observa que en todo cambio siempre se produce un resultado y se crea una nueva existencia. Este fenómeno es resumido por el conocido refrán: “no hay mal (el cambio) que por bien (el resultado) no venga”. Tendemos a concluir que todo cambio tiene un resultado que se resume en una existencia mejor. Sin embargo, lo que se observa naturalmente es que el resultado de la enfermedad es una existencia disminuida, y el de la muerte es el fin de la existen­cia de cada cual y la nada. Dentro de una realidad en que todo parece tener un sentido y un propósito, la enfermedad y la muerte constituyen un absurdo, a no ser que lleguemos a encontrar en el universo, que supuestamente tiene un sentido positivo, una res­puesta para ambos fenómenos.

Causalidad natural

La ciencia, como contraposición, concibe una naturaleza que obedece a sus propias leyes, independientemente de supuestos atributos sobrenaturales y milagrosos, los que desde luego niega. Inclusive la idea cristiana de crea­ción (no del creacionismo fanático), que separa radicalmente a Dios del universo, negando el panteísmo, destruye la idea de una realidad que es hogar de los dioses, y pasa a ser entendida como el ámbito de las leyes naturales. Sin contraponerse necesariamente a la idea judeo-cristiana de la creación, la ciencia, que explica la causalidad en términos muy mundanos y materialistas, desde su advenimiento ha puesto en entredicho las explicaciones mágicas y míticas del acontecer que se observa en el universo; y éstas no han podido resistir su implacable lógica que explica el acontecer puramente en términos de la causalidad natural. En un mundo comandado por leyes naturales es inútil esperar el favor de Dios para mejorar las posibilidades de super­vivencia. Las creencias religiosas sustentadas en explicaciones antinaturales se han visto destruidas por el secularismo que ha traído el conocimiento científico, para el cual nada es sacro.

Sin embargo, lo que la ciencia no puede comprender es que Dios se manifiesta precisamente a través de las leyes naturales que ésta se ha venido empeñando en desentrañar. Una persona se relaciona con Dios dentro de la causalidad natural. Sus limitaciones físicas, fisiológicas, psicológicas, intelectuales, cognoscitivas, epistemológicas, morales, afectivas, de salud, constituyen el marco de esta relación. Con todas sus cargas y taras la persona humana es la interlocutora válida de Dios.

En consecuencia, cuando existe desconocimiento del mecanismo de la causalidad natural, la conciencia de lo otro supone que las fuerzas del universo son divinas y actúan intencionalmente sobre nuestro destino. Entonces no es extraño para esta conciencia divinizar y sacralizar las cosas que son causas o han sido efectos, interviniendo en la propia existencia, ya sea para bien o para mal. El sentido religioso de la conciencia de lo otro se ve radicalmente alterado cuando se aprende que la acción de las cosas, que hace que nuestra vida tenga éxitos o fracasos, salud o enfermedades, tiempos felices o penurias, se explica por la causalidad natural del universo. No obstante, para un científico que es también creyente Dios estaría efectivamente presente en nuestro presente, manifestándose de alguna manera a través de la causalidad natural.

Causalidad límite

Además, a pesar de que en nuestro mundo secularizado, la ciencia se constituye en una religión por su pretensión de expli­carlo todo, ella misma deja cruciales ámbitos en la oscuridad total. Zonas vastas de la experiencia humana y también de nuestro conocimiento del universo, como los fundamentos vitales de la fe religiosa, de los que nos ocuparemos más adelante, escapan del conocimiento de la causalidad y, por tanto, de la ciencia. Ellas pertenecen a una realidad inexplicable, o al menos difícil de explicar, de modo que no es posible aceptar la citada pretensión de Bertrand Russell de que todo lo posible de conocer pertenece al conocimiento científico. Por el contrario, la ciencia debiera aceptar que es posible que existan realidades que no pueden ser conocidas por ella y, además, que no está en condiciones de negar.

Una de estas realidades es nada menos que el acto de crea­ción del universo. Si lo consideramos como un hecho, aunque sea un hecho límite, elude toda posibilidad de explicación científi­ca, puesto que se identifica como una causa que es externa al universo, y no puede, por ello, ser objeto de nuestro conocimien­to sensible, sino por analogía. Por otro lado, la creación, aquello que el científico considera como universo y observa corrientemente sin emoción y desapasionadamente, como un dato dado, tal vez más preocupado por lo que él personalmente se adjudica de éste por su saber y pensar, el hombre religioso, siempre que no sea gnóstico o maniqueo, lo concibe reverentemente como obra de Dios. Lo que resulta difícil de comprender es que mientras más maravillosa resulta la creación al ir siendo develada por la ciencia moderna, más desaprensivo parece ser el comportamiento del científico. Lejano en el tiempo está la mentalidad y la fe de Newton, para quien la naturaleza pasa a ser el libro donde es posible leer la obra y la grandeza del Dios creador.

El paso intelectual de identificar el universo con la crea­ción no es obvio ahora y tampoco lo fue en el pasado. Significó en su tiempo una revolución en el pensamiento religioso. Por una parte, debió superar al politeísmo que identifica distintas fuerzas naturales con sus respectivos dioses. Por la otra, debió también superar al panteísmo, el que unifica la causalidad en el universo, identificándola con la divinidad; así por ejemplo, Baruch Spinoza (1632-1677). Así, pues, la idea de separar radicalmente el universo de Dios genera las nociones de monoteísmo y transcendencia.


La conciencia de sí


Nos corresponde ver ahora la segunda instancia de la experiencia de lo religioso. Se trata de la conciencia de sí que se estructura en una escala superior que la de la conciencia de lo otro, y resulta de entenderse sujeto de conocimiento, sentimientos y acciones. Pertenece a una escala que implica una inteligencia racional, pues surge de la relación intelectual que un ser racional efectúa entre las diver­sas cosas, de las cuales distingue una de éstas, el agente de la acción, que llega a identificar consigo mismo. No se refiere a la acción de la causalidad que un individuo siente en sí mismo, reconociendo que la causa es distinta a sí mismo, pues en eso reside justamente la conciencia de lo otro. La conciencia de sí establece la distinción sujeto-objeto, donde el sujeto se concibe a sí mismo siempre por oposición al objeto. Surge por reflexión. Así, pues, al reflexionar y mirarse a sí mismo como sujeto, éste se concibe como propio y distinto de las otras cosas y advierte que el yo (el sujeto) es único. Además,  su existencia transcurre en una realidad objetiva que su intelecto le representa como verdadera. Tiene la capacidad para distinguirse ella misma de la experiencia, identificando su causa con lo otro, y el lugar de la conciencia que experimenta lo otro, consigo mismo. El individuo, al reflexionar, reconoce que la conciencia es el lugar del pensar, de la voluntad y del sentimiento. El origen y lugar de todos estos procesos los identifica con el yo. El yo se erige en sujeto consciente que reflexiona y actúa autónomamente. En el acto de reconocer un yo, está también reconociendo un tú a partir de la conciencia de lo otro.

La acción que surge de este conocimiento, por la que el sujeto racional se identifica con el sujeto de la acción y separa­do de las otras cosas, supone, primero, una acción concebida como propia, emanada de sí mismo; segundo, una evaluación de sus efectos probables, y, tercero, una evaluación que hace sobre sus mismos objetos, a los que ordena axiológicamente, otorgándoles a cada cual una posición dentro de una jerarquía valórica que él mismo llega a estructurar. La acción, que tiene un momento de deliberación, tiene otro momento de decisión y ejecución, y un tercer momento de cambio en el objeto hacia el cual se dirige, hace emerger los tiempos de pasado, presente y futuro. Cuando surge la conciencia de que el sujeto puede ser causa del cambio, aparece el proyecto de futuro y la planificación de la acción.

La conciencia que cada ser humano tiene de sí, y por la cual el mismo adquiere una identidad única y propia, en el tiempo y en el espacio y con relación a las otras cosas, no le proviene por aquel supuesto ingrediente espiritual denominado alma, sino que es producto de la estructura psíquica compuesta por los contenidos de conciencia, en especial las imágenes, ideas y juicios que cada ser humano va estructuran­do según las representaciones actuales y evocadas, que convergen precisamente en ella para hacer de la representación psíquica un todo coherente y referido a la realidad. Entre estos contenidos de conciencia figuran las imágenes y los conceptos que cada uno adquiere o elabora como representaciones más o menos verdaderas de la realidad; el modo particular en que se han ido estructurando; las relaciones que cada cual va haciendo entre las cosas que percibe; la percepción íntima de su existencia, de su yo, de su propio desarrollo, de sus caren­cias y afectos, de sus posibilidades y debilidades, de sus alegrías y tristezas; el conjunto de pasadas experiencias y su ordenamiento como sucesos en el tiempo; la emotividad particular que condiciona toda imagen; los sentimientos que acompañan sus ideas; las valoraciones éticas que suministra la cultura.. Todo ello constituye un marco de referencia permanente y un banco de conocimientos de inmediato acceso; en fin, todo ello constituye un sistema en su conciencia de sí que le permite deliberar y actuar intencionalmente.

Más que tomar por sentado el veleidoso poder de deidades con las que se debe estar bien con ellas para recibir providencias y conseguir sobrevivir de modo más favorable, la conciencia de sí reflexiona sobre el por qué del yo mismo, el sentido y el fin de su propia existencia, especialmente en lo referente a la muerte, llegando a la conclusión de su propia y radical singularidad, que es cuando la multifuncionalidad psíquica es unificada en ella. En efecto, si la muerte contradice nuestra apetencia biológica por sobrevivir y si nuestra existencia se prolonga de alguna manera después de la muerte, entonces la muerte confiere un significado especial a nuestra existencia terrestre. Ella no sólo produce el hondo temor del “más allá”, sino que un profundo sentido de transcendencia.

La ciencia, en su contraposición con el mito, no logra descalificar la experiencia religiosa. Podríamos con los ojos de aquella observar objetivamente la realidad, limpia ahora de todo mito, y conocer el mecanismo de la causalidad natural hasta donde el conocimiento científico ha alcanzado y, sin embargo, tener conciencia de realidades transcendentes que aquella no alcanza a abarcar y que comprende realidades de energías estructuradas sin posibilidad de ser percibida por los sentidos. Una realidad propia de la fe religiosa y ajena a la ciencia es la creencia en la salvación del sufrimiento y la muerte.

La acción intencional

El accionar del ser humano en el mundo es intencional y responsable, ya que emana de su libre albedrío, que es producto de su razonar deliberado. La acción humana es intencional porque persigue una finalidad que ha sido reflexionada, meditada, pensada, ponderada, razonada, planificada y hasta imaginada, no porque se conoce el futuro, sino como proyecto de futuro, en términos de una determinación de las múltiples posibilidades que se presentan y que incluso se crean. Y aunque la mente se mueva dentro de un con­texto estructural de valoraciones, significados, prejuicios, sentidos, sentimientos y emociones, es suficientemente libre para razonar y llegar a determinar libremente el curso de la acción. Una acción causal propiamente humana transcurre en el tiem­po: posee un antes que razona, una fuerza volitiva actuante en el presente y un después causado. Antes de desencadenar la acción, el sujeto humano estructura los elementos racionales que imprimi­rán a la acción su intencionalidad, formulando planes de futuro y proyectos de conducta. En la estructuración de los planes de futuro existe un proceso de evaluación y ponderación razonada, un juicio a partir de lo que conoce y de lo que pretende, de las diversas posibilidades de acción y una concepción de qué ocurrirá al término de la acción, acompañada o no de imágenes.

La acción humana es intencional porque el individuo se sabe, reconociéndose a sí mismo, como sujeto de una acción, a la cual le ha dado un propósito que ha deliberado o razonado. Únicamente el ser humano, de todos los demás seres del universo, es capaz de liberarse del condicionamiento natural, determinista, instintivo, afectivo y hasta ritual, cuando ejecuta una acción intencional. En comparación, la acción de un animal es sólo inmediatista, conteniendo una decisión muy simplificada, cuando no es tan sólo una simple respuesta a un estímulo. La vida es energía que se consume en el esfuerzo para sobrevivir y reproducirse; la vida humana es energía que se consume además tras un proyecto de futuro que la razón ha estructurado como posibilidad; y esta energía que consume en el mundo material es energía que se estructura en la persona. La acción propiamente humana no consiste en la capacidad de elegir entre una multiplicidad de medios para obtener un fin deseado. Esa capacidad la pueden ejercer todos los seres con sistema nervioso central con mayor o menor habilidad. La acción humana consiste en actuar según una intención consciente ligada a una finalidad razonada. Las acciones humanas no deliberadas no son intencionales y pertenecen a la causalidad determinista del universo.

Del mismo modo como el término de la acción de todos los seres vivientes, incluido el ser humano, es la supervivencia y la reproducción, el término de la acción propiamente humana es la determinación razonada de las múltiples posibilidades u oportuni­dades que se le van presentando a un individuo, incluso al margen del contexto biológico de la supervivencia y la reproducción. De hecho, la acción intencional es mucho más que una respuesta a los simples instintos de supervivencia y reproducción, pues se desenvuelve dentro de un contexto moral. La acción intencional, identificada con el ejercicio de la libertad y con la autodeterminación, depende de la razón y los sentimientos, siendo lo que caracteriza a la persona y que se relaciona al otro a través del amor o el odio.
La acción propiamente humana, cuando pro­duce un efecto en algún objeto, genera también, de alguna manera, un efecto en el mismo sujeto. A través de su acción, el ser humano se va no sólo auto-determinando, sino que también auto-es­tructurando. La estructuración personal es a la vez intelectual, afectiva y moral. Entre la intención y la acción está la decisión, que también se denomina voluntad. La decisión es actualizar, colocando en el presente una intención dirigida hacia un futuro indeterminado. Esto es especialmente importante en dos sentidos: por una parte, establece la oportunidad de la acción. Por la otra, ordena la secuencia respecto de las otras acciones de un proceso.

La acción humana es libre. No lo es en el sentido de un poder de actuar o de no actuar, de acuerdo a las determinaciones de la voluntad. Lo es en cuanto se dan dos factores: primero, la existencia de deliberación razonada antes de la acción; segundo, la existencia de condiciones objetivas para llevarla a cabo. Por lo tanto, la libertad humana es el poder de actuar de acuerdo a la propia voluntad racionalmente determinada y no consiste en elegir una alternativa, sino en la posesión objetiva de alternativas. Nuestra libertad, que no es una “libertad de”, sino que es una “libertad para”, cuando es ejercida, queda determinada. No sólo no podemos hacer todo lo que queremos, y cuando hacemos algo, optando por algún curso de acción que determinamos, cerramos las posibilidades para hacer otras cosas. Al tiempo de ejercer la libertad se está limitando los espacios de libertad por una de las alternativas posibles. Una vez que se elige libremente una alternativa de las posibles, la libertad se determina a la acción dentro de dicha alternativa.

La acción es menos libre en la escala de la conciencia de lo otro, pues los mecanismos causales son bastante determinados y las condiciones están bastante dadas. Un animal enfrentado a otro tiene sólo dos posibilidades: atacar o huir. En la escala de la concien­cia de sí, el efecto de una acción humana lleva impresa el sello de su libertad, pues, a pesar de todos los mecanismos y factores condicionantes, y hasta determinantes, existe una intencionalidad y una deliberación previa al desencadenamiento de la acción llenas de significados y valoraciones. El ejercicio de la libertad es inédito y original. A pesar de ser un producto más de la evolución del universo, el ser humano puede llegar a tener con­ciencia no sólo de las cosas que existen en el universo, como ocurre con todos los animales en mayor o menor grado, sino también de su misma constitución y de sus límites. Pero además, el ser humano es el único ser que puede mirarse a sí mismo, indepen­diente de las cosas.

Uno podría suponer que todo este complejo proceso es propio de alguna fuerza inmaterial. Sin embargo, todo aquél ocurre en nuestra mente que ocupa la aparentemente débil fuerza electroquí­mica que opera en la compleja estructura nerviosa de nuestro cerebro, el que según los estudiosos pesa entre 1200 y 1400 gramos y tiene la apariencia de una masa gelatinosa de color grisáceo. Allí se relacionan tanto imágenes como relaciones de imágenes, que son las ideas, y relaciones de relaciones de imágenes e ideas tan abstractas que no tienen relación a imagen alguna, que son los juicios. Son estas últimas relaciones las unidades dis­cretas del raciocinio y las que imprimen la intencionalidad a la acción al valorar tanto sus probables costos y beneficios para sí y para otros, como también su oportunidad.

La voluntad traduce la intención en acción valiéndose de la capacidad de la red neuronal eferente, que se ramifica por toda la estructura muscular, para amplificar la débil fuerza de una intención, ubicada en la estructura cerebral, en una fuerza capaz de comandar el aparato motor, o sistema muscular-esquelético, del individuo. Es interesante advertir que la estructura muscular-esquelética es la unidad funcional que tiene un individuo para afectar el medio externo, y que la estructura nerviosa eferente, similar a la aferente, sirve para captar y conducir las sensaciones al sistema nervioso central y que es coordinada por éste. La red eferente comanda la estructura muscular-esquelética mediante señales nerviosas precisas que son amplificadas por los músculos, que se contraen o se dilatan en la dirección, con la fuerza y la velocidad preseleccionadas y en combinación con los huesos que actúan de palancas, con el objeto de llevar a cabo la acción intencionada.

La voluntad da la orden que manda a las manos asir con una determinada presión un hacha por el mango, y a los brazos descargarla con determinada potencia y precisión sobre un pedazo de leña; también comanda un dedo dirigirse hacia un botón y apretarlo con una intensidad determi­nada, una mano girar un volante a una cierta velocidad o mover una palanca en una dirección y hasta un punto seleccionado, movimientos que permiten operar una potente máquina, prolongación del cuerpo humano, para actuar sobre el medio, centuplicando la fuerza muscular. La voluntad pone una idea en persuasivas pala­bras cuando comprime el aire de los pulmones sobre las cuerdas vocales y mueve, concertando, lengua, mandíbulas y labios para regular un tono, una intensidad y un ritmo de voz seleccionadas intencionalmente, al tiempo que ordena a los músculos faciales gesticular y al cuerpo acompañar con ademanes significativos para reforzar la intención.


La conciencia profunda


Desde una perspectiva filosófica (de la filosofía que hemos venido propugnando en toda esta obra), la vida y la conciencia de sí ocurren en el universo material, donde son comprendidas filosóficamente por la complementariedad de la estructura y la fuerza. Sin embargo, en esta misma perspectiva, tanto el universo material y dicha complementariedad son comprendidos a su vez por un concepto mayor, que es el de la energía, que se ajusta y  no se contrapone con lo develado por la ciencia moderna. Así, la energía, según entendemos, no se crea ni se destruye, solo se transforma —según reza el primer principio de la termodinámica—; no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni tiempo ni espacio; su efectividad está relacionada con su discreta intensidad; es tanto principio como fundamento de la materia; no puede existir por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia. Este concepto tiene el alcance que tuvo el ser de la metafísica en la historia de la filosofía, pero que está obsoleto por su irrelevancia frente al enorme desarrollo de la ciencia. De hecho, el universo, en toda su diversidad, está hecho de energía y nada de lo que allí pueda existir puede no estar hecho de energía. Adicionalmente, la energía comprende una realidad mucho mayor que la de la materia. Es este nuevo concepto de energía que nos permite hablar de transcendencia sin contradecir la ciencia, cuyo alcance es solo lo material. Estas distinciones metafísicas son fundamentales para comprender nuestra existencia y la del universo y son la base para nuestra tesis de la transcendencia.

Siguiendo con el hilo conductor acerca del tema que nos preocupa, desde el punto de vista del propósito de los tres tipos de conciencia, vimos que el sentido de la conciencia de lo otro está relacionado con la supervivencia y la reproducción. Esta finali­dad biológica es distorsionada en la conciencia de sí por la ética, la cual busca, a través de la subsistencia de la comuni­dad, realzar la propia supervivencia y reproducción. La concien­cia profunda, que es un tercer tipo de conciencia, adiciona un marco transcendente en el cual la finali­dad de supervivencia individual y subsistencia social se relati­vizan. Si la conciencia de sí termina en la muerte, la conciencia profunda conduce a la transcendencia. Ésta conciencia se encuentra en la escala mayor de estructuración de la conciencia. No hace que nuestra acción sea más objetivamente libre, sino que hace que uno mismo sea íntima­mente libre al actuar. A diferencia de la conciencia de sí, la podemos reconocer en ausen­cia de cualquier referencia con otras cosas, y, por lo tanto, no requiere ninguna identidad por la que se puede relacionar o definir, pues se identifica únicamente consigo mismo en una mismidad. Mediante ella, una persona se reconoce a sí misma como singularidad y como independiente de otras cosas por referencia, relación o identidad. Esta conciencia es un reconocimiento de la radical mismidad que puede llegar a subsistir incluso a la propia corporeidad espacio-temporal, la que la llega a concebir como otra cosa más, muta­ble, corrupta y hasta ajena, al menos en los místicos, y que en lenguaje ordinario, sepulcral, se denomina “los restos”.

La mismidad

Existe un antecedente subjetivamente íntimo y singular para una transcendencia personal que puede amplificarse a una sobrena­turalidad, y es el siguiente: la conciencia de sí junto con la identidad única y propia que todo ser humano llegan a poseer son muy distintas del ser uno mismo, poseedor de un yo profundo, que una persona puede llegar a intuir de manera íntima y poderosa, en la cual hasta nuestra estructura espacial de carne y hueso, y nuestra funcionalidad temporal que genera cambios en el mundo natural según la fuerza que logremos intencionalmente imprimir llegan a ser meros accesorios. Lo primero es efecto de las estructura­ciones y relaciones de ideas que naturalmente se van organizando en la historia del individuo en su relación con las cosas del universo. Esta estructuración produce la “identidad” y la “individualidad”, que es la identificación consigo mismo, pero que necesita de un otro para validarse. En cambio, lo segundo, la “mismidad”, es una singula­ridad, generadora de ser persona, siendo un algo irreductible a cualquier análisis, rela­ción, comparación o juicio, y, por lo tanto, inexpresable e incomunicable. La identidad supone otras cosas de las que se diferencia; en especial, supone la ocupación de un espacio-tiempo definido en el universo. En cambio, la mismidad supone únicamente uno mismo, una unicidad, tal como una singularidad, y reducido a una pura con­ciencia, sin ninguna referencia espacial ni temporal. La identi­dad que es propia de la conciencia de sí necesita otras cosas para poder diferenciarse, distinguirse, describirse y definirse: un sujeto frente a lo otro; la mismidad, por su parte, no necesita sino de uno mismo, independiente de todo lo demás.

La mismidad viene a ser la estructuración de la energía en conciencia profunda, forjándola indeleblemente en sí de un modo desmaterializado. La conciencia profunda es una experiencia muy personal y es bastante hermética, por lo que no puede ser un objeto de estudio muy definido para la filosofía, la que la puede proponer; menos lo es para la ciencia, puesto que ésta trata con entidades no singulares, con objetos espaciales y con fenómenos que puedan ser susceptibles de experimentación. En efecto, el conocimiento objetivo, que es el de la ciencia y la filosofía, es de lo plural. En cambio, lo singular, en tanto no está relacionado con nada, no está referido a nada que pueda dar conocimiento de él, de definirlo y determinarlo como objeto de conocimiento. La conciencia profunda afirma que la realidad, no es solo material, sino que también es transcendente e inmaterial (de solo energía), y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica del individuo. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que, a partir de materia individual, produce energía personal.

Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, la multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo, no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La trascendencia es el paso desde la energía materializada, que se estructura a sí misma y es funcional, hasta la energía desmaterializada que la persona estructura por sí misma. A través de nuestra intención libre, que culmina en una acción en nuestra existencia, podemos estructurar energía como producto. Esta estructuración se realiza en nuestra conciencia profunda y es un reflejo exacto de nuestra intención incluida en lo que somos en nuestra experiencia de vida; y es lo que subsiste a la muerte. Tal es precisamente lo fundamental de la psicología ultramundana.

La conciencia de sí es el advertir que el yo (el sujeto) es único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva que su intelecto le representa como verdadera. Pero transcendiendo esta materialidad que ella conoce, está lo llamado “espiritual” y viene a ser la estructuración de la energía, que ciertamente es producto del intencionar, en conciencia profunda, forjándola indeleblemente en sí en modo de energía, es decir, desmaterializada. La conciencia profunda reconoce que la realidad, no es solo material, sino que también es transcendente, y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica del individuo.

El alma no preexiste en un mundo de las Ideas, al estilo de Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino que se fragua en el curso de la vida intencional. Esta metempsicosis transforma lo inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía inmaterial. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que, a partir de materia individual, produce energía estructurada. Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, como un animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal.

La conciencia profunda sería un reconocer que la mismidad puede transcender el espacio y el tiempo y entrar en el ámbito de la dimensión misteriosa de una relación mística. En la conciencia profunda la singularidad que es cada persona en dicho estado psíquico parece existir y actuar dentro de un contexto místico, donde la causalidad no es mero azar indeterminado entre cosas no singulares, objeto del estudio de la ciencia y la filo­sofía, sino que todo lo que ocurre tiene un significado transcen­dente y ciertamente singular. Siguiendo el desarrollo lógico de estas ideas, se podría establecer que si bien la conciencia pro­funda sería efecto en una persona de una estructuración del universo espacio-temporal en cuanto sus unidades discretas le perte­necen, tendría una subsistencia independiente de dicho universo, pues sería causa a su vez de una estructuración inten­cional y libre, propios de una singularidad. Ello no significa que la mismidad pudiera crear un universo distinto al conocido para poder subsistir, sino más bien que la subsistencia en este nuevo universo, que podríamos identificarlo con el Reino de Dios, sería a través de una acción divina particular.

La subsistencia transcendente de una persona sería bastante distinta al de, por ejemplo, la subsistencia de sus ideas en un libro, su imagen en un álbum de fotografías o sus genes en su descenden­cia. En la existencia transcendente, para ser verdaderamente vida, debería ser posible un grado ilimitado de conocimiento, de acción libre y de afectividad. Pero sería una existencia radicalmente distinta de la que conocemos, pues las demandas por la supervivencia y la reproducción no podrían ser posibles. Como nosotros sólo sabemos de dichas actividades ligadas a lo físico, no podemos pronunciar­nos si éstas pueden existir independientemente de lo físico. Sin embargo, tal vez podríamos suponer que un estado glorioso sería una existencia que no dependería de la necesidad de supervivencia ni de reproducción, pero sería un estado de conciencia profunda que dependería de acciones morales basadas en el amor.

Debemos estar conscientes que lo recién expresado está sujeto a todo tipo de crítica que no dejaría de preguntar si esto no significa reeditar la existencia de un alma subsistente al cuerpo. Igualmente, que esta pregunta no sólo no tiene respuesta racional, sino que contradice la racionalidad del uni­verso donde todas las estructuras se fundamentan en sus subes­tructuras y como subestructuras de estructuras de escalas supe­riores, y mantienen relaciones causales debido a la funcionalidad de las mismas. Así, las explicaciones dadas más arriba son especulativas y no se asientan ciertamente en conocimiento científico alguno, pues está fuera del ámbito de lo material (solo conocemos lo sensible), pero están en sintonía con los fenómenos místico y parapsicológico reconocidos. Una respuesta acorde sería que la subsistencia de la mismidad sería posible en otro ámbito muy diferente al del uni­verso conocido, donde no operarían las relaciones causales y donde no existirían el espacio ni el tiempo.

Si bien resulta difícil imaginar, por una parte, que las ideas más sublimes se albergan en un cuerpo corrompible, resulta paradojal, por la otra, la escisión en nuestra naturaleza humana entre la conciencia de sí, propia de la razón, y la conciencia profunda. Así, resulta difícil aceptar la primera distinción, pues ello significa aceptar la perspectiva de la filosofía tradi­cional, la cual distingue la naturaleza racional de la naturaleza sensible, como si la primera perteneciera al mundo espiritual y la segunda al mundo material. Se decía también que la segunda distinción resulta paradojal, pues establecería que la conciencia de sí puede conocer el universo, mientras que supondría que la conciencia profunda puede abrirse a lo que lo transciende. A pesar de que el conocimiento humano racional tiene los límites impues­tos por nuestro propio universo, supondríamos que la fe en una realidad transcendente amplifica nuestra existencia y también otorga un significado misterioso a la causalidad natural.

En este contexto la fe tiene una doble dimensión. Sería tanto una aceptación de una realidad transcendente como una res­puesta personal a un llamado transcendente. Lo máximo que podemos sospechar en forma racional es que la subsistencia de la persona, es decir, de ese yo profundo, es ahistórica. Parafraseando a Martín Heidegger (1889-1976), una persona llega ocasionalmente a formularse con gran fuerza la pregunta: ¿por qué más bien yo mismo, persona singular, y no tan sólo un individuo humano con identidad pro­pia?, como recalcando el hecho íntimo de que la mismidad tendría existencia autónoma e independiente del universo.

Nuevamente, la ciencia frente a esta pregunta no tiene nada que responder y la filosofía se puede quedar con la ilusión de haberse podido hacer eco de ella. Tan sólo la fe inexplicable e inexpresable podría dar una respuesta. Esta pregunta proyecta la existencia del ser humano que la formula hacia una dimensión transcendente. Significa desear buscar una explicación metahistó­rica al hecho de su conciencia profunda de su propia historia, de su existir concreto en la historia, de un ser en sí mismo más íntimo que de su propio existir aquí y ahora, que es el “ser ahí” (Dasein) de Heidegger. Si Dios se comunicara con una persona, pensamos que no le importaría evidentemente su raza, edad, sexo, profesión ni, incluso, credo (o pertenencia a una iglesia o secta); importaría para efectos de una comunicación plena solamente que ella fuera justa, caritativa y misericordiosa; y estas virtudes surgen precisamente en su mismidad tras haber estructurado una conciencia profunda en cuya cosmovisión Dios ocupa el centro y que posibilitan su acción intencional en una escala moral.

El yo profundo

El basamento irreductible del yo profundo constituye el punto de partida de la manifestación religiosa que intuye lo sobrenatural, y busca desde el aplacamiento del poder inconteni­ble, arbitrario y terrible; siguiendo por la idea de un poder igualmente poderoso, pero con el cual es posible establecer alianzas de protección y cooperación dentro de un plano de justi­cia; pasando por la idea de un poder que significa benevolencia paternal y perdón por parte de aquella entidad concebida como providente y benefactora, hasta llegar a la idea de la posibili­dad de una íntima relación mística divina-humana, de amor, que de paso llega a asegurar la existencia personal y a encontrar su plenitud.

Desde el punto de vista de la conducta y la apreciación del hombre religioso, no importa tanto que crea en Dios como en qué Dios realmente cree. También este basamento irreductible es el punto de partida de la manifestación poética más misteriosa, que es la realidad que el yo profundo a veces refleja a través del arte en cualquiera de sus expresiones plásticas, musicales y verbales más sublimes. La creencia en Dios no es un acto puramen­te subjetivo, donde el supuesto hombre religioso crea un dios en la medida de sus anhelos, esperanzas o necesidades. En primer lugar debe producirse una necesidad de Dios, y cada cual tiene la misión de descubrir a Dios. Sin duda que el humilde de corazón, el que sufre, el inocente tiene una mayor capacidad para descubrir al Dios verdadero que el prepotente, el exitoso, el codicioso. En segundo lugar, la real medida de verdad de este Dios debe comprender un Dios crea­dor del universo, o sea, omnipotente y que transciende el univer­so, y un Dios salvador, o sea, providente, paternal, posible de interlocucionar con Él. Por último, por parte del hombre religio­so la medida de su actitud frente a los seres humanos y al universo la da el ejemplo de vida de Jesús.

En el ámbito meta-científico y meta-filosófico cabe una expli­cación que desde ya entra de lleno en el terreno de la fe reli­giosa. La salvación eterna es un asunto entre el Dios creador y salvador, identificado como todopoderoso, y el poder libre de la persona humana, pues una persona que posee la fuerza de la fe puede actuar con la fuerza de la caridad, del amor. Nótese que los términos “poder”, “fuerza” o “acción” son relevantes a situa­ciones de nuestro propio universo sensible, pero ellos son utiliza­dos para designar de una manera más bien analógica una realidad transcendente que nos es tan inexplicable.

El caso de la experiencia mística de san Juan de la Cruz permite entender la unión del yo profundo con Dios. Este carmelita descalzo español usaba la imagen “noche oscura”, que sugiere lo eterno, para simbolizar tanto la negación activa referida a lo sensible como a la negación pasiva referida a la purificación del espíritu (la vía purgativa). El yo profundo (el espíritu) experimenta una desoladora sensación de soledad y abandono antes de dejar paso a la luz (la vía iluminativa), pues unirse a Dios es previamente un perderse a sí mismo en su materialidad para después ganarse. La aspiración del espíritu es la unión mística con Dios en una fusión total con Él (la vía unitiva).

Tradicionalmente, el problema se planteaba de si el ser humano se salva por la fe o por las obras. En realidad el proble­ma está mal enfocado. El salvador es Dios, no es el ser humano. Por otra parte, las obras, propias de una conducta moral que tiene como centro de gravedad a Dios, son consecuencia de la fe y son el reflejo de una actitud religiosa. Cualquier otro elemento de esta discusión pertenece a la casuística o al formalismo legalista. Así, pues, una persona, mediante la intervención divi­na, podría transcender su propia materialidad, si cabe hablar así. Es posible que el poder divino tome aquella persona que libremen­te responda a su llamado, que ya fue anunciado por Jesús, la saque de su estado inmanente o natural y la eleve hacia una dimensión transcendente.

La experiencia religiosa y la fe

Por medio de la conciencia de lo otro y de la conciencia de sí se da el fenómeno religioso en forma natural, en el que es posible concebir hasta la realidad de un Dios y actuar en confor­midad con esta creencia. Pero únicamente la conciencia profunda permitiría una especie de relación interpersonal e íntima entre lo divino y lo humano. La crítica evangélica al fariseo no fue tanto por su soberbia y por su puro ritualismo como por el quedarse solamente en una pura conciencia de sí y no llegar a lo íntimo de la conciencia profunda, la que, en consecuencia, no es adquirida por el sabio o el poderoso, sino por el humilde de corazón.

La relación interpersonal con lo divino, no obstante, puede constituir una pura ficción, sólo producto de la imaginación, si acaso no está sustentada en la fe profunda que supone precisamen­te este tipo de conciencia y, además, la creencia en el Dios creador del universo y salvador del ser humano. Del mismo modo como la conciencia de lo otro es funcional con el universo y la conciencia de sí lo es en especial con el ser humano, la conciencia profunda sería funcional para una relación interpersonal con Dios. Así, cada tipo de conciencia se relaciona con su objeto distintivo.

Este paso en la argumentación no es una fácil excusa frente a la legítima inquisitoria de la ciencia, sino que es una afirma­ción radical de la autonomía de la existencia de algo que la ciencia no abarca. La fe es una noción irreductible al conoci­miento objetivo, pues no depende de la causalidad natural. La fe y la ciencia pueden perfectamente coexistir, porque pertenecen a realidades distintas. La ciencia se refiere al universo espacio-temporal; la fe se refiere a lo que transciende el universo espa­cio-temporal. La fe surge en la conciencia profunda de un ser humano bajo tres condiciones: la intuición con mayor o menor fuerza de una realidad sobrenatural y trascendente; un deseo de transcender la realidad natural y la propia muerte; y principalmente como una donación gratuita divina, al modo como la tradición cristiana afirma. En este tercer respecto, Dios es naturalmente silencioso. Nadie que no sea un esquizofrénico, un histérico o un mentiroso puede aseverar que Dios le habla, pero una santa Teresa de Ávila (1515-1582) o un san Juan de la Cruz (1542-1591) han podido afirmar que la relación con la divinidad es producto de un estado de conciencia muy particu­lar.

En el Padrenuestro, la oración que nos enseñó Jesús, se pide, “hágase tu voluntad”. Si Dios es silencioso, nadie puede saber cuál es su voluntad. Entonces, quien ora está diciendo que sea lo que sea lo que su vida le depare, debe aceptarlo como voluntad de Dios. Si uno es esclavo, tiene una enfermedad dolorosa, enviudó, es sordomudo, fue arrastrado a Auschwitz, etc., tal es la voluntad de Dios y pertenece a las limitaciones de la vida que se deben sobrellevar sin condicionar el amor a Dios. La oración enfatiza la dependencia y la aceptación, reconociendo el carácter de criatura.

La salvación transcendente

A continuación veremos hasta donde nos es posible comprender el significado de salvación en el sentido de una salvación transcendente, es decir, qué y cómo es lo que se salva. Desde un punto de vista bien concreto y colectivo, que supone que la salvación es un estado existencial que transciende esta vida terrenal, el problema de quién se salva admite muchas interpretaciones. En el cristianismo, para los calvinistas quienes se salvan son los predestinados por Dios; para los pentecostales, son los “tocados” por Dios; para los luteranos, son los que creen en la palabra de Dios escrita en las Sagradas Escrituras; para los bautistas, son los bautizados en su iglesia; para los adventistas, son los que esperan la segunda venida de Cristo; para los católicos conservadores, son los que cumplen con los mandamientos de Dios y de la Iglesia, creen en la doctrina eclesiástica aunque contradiga los hechos y, en especial, reciben los sacramentos y participan de los ritos. En el fondo, para ser un elegido, o se requiere cumplir con ciertos trámites formales, o ser señalados especialmente por Dios. Sin embargo, en contraposición con esta perspectiva formal y normativa, para el Evangelio, como veremos más adelante, son todos aquellos que responden libre y responsablemente al llamado universal de Dios, que Jesús hizo, para participar de su Reino, aunque no hayan jamás escuchado explícitamente de tal invitación, y han sido justos y bondadosos.

La salvación no es un cambio de estado de una colectividad. Desde la perspectiva de la transcendencia, no se salva la colectividad. Puesto que la salvación viene tras la muerte y la muerte es individual, la salvación pasa a ser algo que compete a la persona individual.

Supongamos como punto de partida la creencia que el Dios creador es el mismo que el Dios salvador que salva al justo y al misericordioso. Esta premisa tiene imprevisibles consecuencias si en el proceso lógico se acompaña con otros supuestos. Uno de ellos es, por ejemplo, la creencia de que el hombre tiene un alma inmortal. Por deducción se tiene que admitir entonces que, si hay hombres injustos y pecadores cuyas almas son indestructibles, también Dios tendría poder para juzgarlos y condenarlos temporal o eternamente. El problema que sigue es la contradicción entre un Dios infinitamente bondadoso y misericordioso y la terrible pena que tendría un alma pecadora a sufrir por toda la eternidad. Otra creencia difícil de sostener es la idea de que Dios premia al justo con bienes materiales en esta vida, aunque sea como una señal de predestinación a una salvación eterna, como sostienen los calvinistas.

Pero, según lo que hemos venido analizando, podemos suponer que el hombre no está compuesto de cuerpo y espíritu inmortal, sino únicamente de un cuerpo muy material, contradiciendo con ello la opinión generalizada que ha sido sostenida desde tiempos inmemoriales y con el sello de garantía dado por la filosofía de Platón. La explicación que se podría dar es que el ser humano, incluido todos los procesos cognoscitivos, volitivos y afectivos, puede ser comprendido en su totalidad por la naturaleza física y la enorme funcionalidad de la materia estructurada. Si ello es así, uno de los significados de salvación puede ser que no la habría en el caso de los hombres "pecadores", aquellos que se ocupan únicamen­te de su propia supervivencia, prescindiendo de toda moral, tal como es la conducta de cualquier animal. Pero tampoco habría condenación para ellos. Simplemente mueren y dejan de existir, como todo ser viviente, convirtiéndose en polvo. Ésta sería una posible tesis. En el fondo, la salvación de los hombres justos consistiría en una próxima existencia en el Reino de Dios, en los Cielos, “lugar” que pertenecería a un universo distinto de nuestro uni­verso espacio-temporal, y al que se accedería únicamente después de morir.

Una paradoja

La gran paradoja que surge es ¿cómo es posible que un ser, cuyo origen y existencia pertenece el mundo sensible de la estructura y la fuerza, pueda trascenderlo? ¿Qué clase de existencia futura, tras su muerte, puede tener este ser en un mundo que no contiene nada de sensible? ¿Qué es lo que logra subsistir de su antigua existencia?

La tesis de que el origen y la existencia de la totalidad del ser humano es el mundo sensible es radicalmente distinta de la tesis neoplatónica de que la salvación sería una liberación de un alma espiritual que estaría aprisionada en el cuerpo. Para el neopla­tonismo el alma espiritual es subsistente y, mientras el ser humano viva en este mundo, ella se encuentra aprisionada por un cuerpo tan lleno de pecado que toda acción liberadora es infruc­tuosa. Por el contrario, la primera tesis pone como condición de salvación la libre aceptación a la invitación evangélica a participar en el Reino de Dios, lo que implica una acción personal absolutamente intencio­nal. Sin embargo, ambas tesis se asemejan en el sentido de que se requiere de la acción divina, en la primera para glorificar al ser humano para permitirle su existencia en el Reino de Dios, y en la segunda, para glorificar el cuerpo que en el otro mundo volvería a unirse con su espíritu en una resurrección eterna.

Si sostenemos que el ser humano, el homo sapiens de la ciencia, es una especie del género mamífero, de la familia de los primates, que se distingue de todos los otros animales solamente porque es capaz de pensar en forma abstracta y lógica, de actuar en forma libre e intencional, de albergar sentimientos y hasta de tener un concepto de un Dios creador y salvador, podemos llegar al menos a dos ideas relacionadas con su salvación transcendente. Por una parte, su naturaleza animal sería de una naturaleza per se tan radicalmente pecadora que ninguna acción propia lograría redimirlo o expiarlo, no teniendo posibilidad alguna de salvación si no es por una intencionalidad divina de un ser tan omnisciente que desde la eternidad lo predestinara para salvarlo o para condenarlo para toda la eternidad. Por la otra, aquel ser sapiens podría mediante su acción libre e intencional, que lo auto-estructura, ser la contraparte de un diálogo con el Dios salvador.

Podemos adherir ciertamente a la segunda tesis. En efecto, los seres humanos somos vástagos de una larga evolución biológica. Pero nuestra inteligencia, aunque enteramen­te biológica, nos distingue del resto de los animales. Ella nos permite reconocernos a nosotros mismos como personas. No obstante, también nos permite reconocer la existencia de un Dios creador y la posibili­dad de establecer una comunicación personal e íntima con Él. Sería, por lo tanto, incongruente dentro del orden del universo y su causalidad, y probablemente del plan divino de salvación, que, después de todo, la existencia individual acabara del todo con la muerte de una persona que busca activamente una comunión con Dios. Más adelante veremos que el ser humano no solo pertenece al mundo sensible y material de la estructura y la fuerza. A través de su acción intencional es capaz de forjar un “espíritu” (en el sentido de no material) que transciende la materia y estructura la energía, la que no tiene ni tiempo ni espacio.  


La muerte


Sin duda, el tema más importante para cualquier ser humano es el pensamiento de su propia muerte. Aunque la muerte termina con todos sus proyectos de vida, es el único medio para su trascendencia. Sin embargo, también es el tema que él más evade, porque sabe que la muerte va a terminar irreversiblemente con todo lo que sabe, todos sus logros, y todo aquello con lo que se siente tan a gusto, y también porque él no tiene ninguna base para saber lo que viene después de su propia muerte, si acaso hay algo en absoluto que viene después. Nadie ha vuelto del otro mundo que nos diga cómo o qué hay ahí, a excepción de algunos pocos que han estado presuntamente muertos durante unos minutos y han experimentado algún tipo de existencia en el "más allá". El hecho es que no existe un argumento científicamente cierto para apoyar alguna existencia ulterior, salvo las razones dadas por la religión y la teología.

Si alguien tiene la convicción íntima de que ninguna existencia personal seguirá después de su muerte biológica, su sistema de creencias personales y culturales se adaptará a este hecho, y la muerte asumirá un suceso fatal e irreversible que terminará con acabar definitivamente con su vida, tal como termina con todo organismo biológico. Así, un naturalista agnóstico sostiene que la muerte es el fin absoluto e irreversible de la vida. Para él, la supuesta existencia después de la vida es sólo una fantasía nacida del constante esfuerzo biológico para sobrevivir mientras se buscan maneras de cumplir esa necesidad, de negar las tristes consecuencias de la muerte, mientras que psicológicamente se resiste a la idea de la muerte. Esta actitud resignada es realmente muy conveniente. Induce a una complaciente actitud de vida y cubre con un manto de desinterés y evasión la latente angustia y temor de algún día tener que morir.

En efecto, sabemos que la vida es un proceso biológico que para todo individuo comienza en un momento determinado de la historia y termina necesariamente después de un tiempo, el que para este individuo es toda su vida. La vida transcurre en el tiempo entre la concepción de un organismo biológico y su muerte. Un organismo biológico es en sí un sistema que obedece a las leyes de la termodinámica. Consume, transforma y entrega energía, mientras mantiene una identidad, sufre cambios sin perderla e intercambia energía con el medio. Cuando la muerte pone término a la vida, el sistema pierde su identidad, dejando irremediablemente de tener existencia mientras sus componentes se disuelven en el ecosistema.

Cuando es natural, la muerte se presenta normalmente tras gran dolor y agonía. El mecanismo de selección natural, que es muy eficiente cuando se trata de la supervivencia y la procreación, no es precisamente muy benevolente con los ancianos. Su objetivo es la prolongación de la especie a través de individuos aptos –capaces de sobrevivir y reproducirse–, pues si no, ésta se extingue. Los individuos viejos, que ya no pueden reproducirse ni ayudar a los jóvenes, aparecen como competidores de los limitados recursos. La selección natural ha creado mecanismos para su extinción y nada le importa que ésta pase por una prolongada agonía. En el ecosistema los debilitados viejos sirven de plato fuerte para los depredadores. Si aún lograra sobrevivir, los fallos homeostáticos casi programados no conducen precisamente a un envejecimiento placentero. La medicina moderna ha creado paliativos cada vez más sofisticados, pero solo para individuos adinerados.

Los seres humanos somos enteramente organismos biológicos. Pero, a diferencia de los otros organismos biológicos, la muerte es vista por nosotros, no con un natural temor, sino que con el más horrendo pavor. La causa de esta profunda emoción es que nuestra inteligencia nos permite tener conciencia de que nuestro destino es morir y que la muerte va acompañada de una mayor o menor agonía. Si el temor es una sana emoción cuya función es apartar de sí todo peligro que puede menoscabar la existencia propia y si el principal afán existencial es la propia supervivencia, la muerte se presenta como la amenaza extrema que tiene la particularidad de acabar con nada menos que la propia existencia. Tal vez existan un par de consuelos: saber que la muerte nos iguala a todos, ricos y pobres, famosos y desconocidos, y saber que todos tendremos que morir.

La vida humana se distingue de la vida animal justamente por nuestra inteligencia que ha sufrido mayor desarrollo en el curso de la evolución biológica. Nuestra acción de intercambio con el medio y con nosotros mismos es intencional. Emana de una deliberación racional que el sujeto humano realiza teniendo como centro su conciencia. De todos los organismos vivientes, sólo el ser humano adquiere conciencia desde su tierna infancia del temible hecho de que algún día tendrá que morir, hecho que rompe radicalmente con su instinto biológico de supervivencia. En una segunda instancia, una vez que su conciencia se enfrenta a su más cruda y terminal realidad, se hace la pregunta, ¿qué le ocurrirá a él después de morir, si acaso algo ocurre?

Para obviar el temible hecho de la muerte, desde el Hombre de Pekín todas las culturas se basan y giran en torno a alguna fantasía que silencia el problema de la muerte, postulando algún tipo de existencia después de la hora suprema. Estas fantasías van desde la creencia en la resurrección del propio cuerpo hasta transmigraciones y reencarnaciones. Resulta difícil aceptar que una existencia después de la muerte pueda ser más de lo mismo, ya sea mucho mejor o mucho peor. Aunque muy reconfortante, algunos pueden creer en walhallas, nirvanas y paraísos, pero son falsos. Tampoco resulta satisfactoria la creencia en reencarnaciones, pues la pregunta que sigue se relaciona con qué beneficio tiene para la existencia actual saber que uno fue en una vida anterior un oficial de Napoleón, un hermano del faraón Amenofis IV o un humilde ratón, y qué importancia reviste para alguien si después de su muerte su particular espíritu transmigrará a otro ser con identidad propia, pero completamente desconocido. El hecho manifiesto es que una persona no recibe en absoluto ni una vivencia, experiencia ni conocimiento de alguna existencia anterior a la suya propia, exceptuando el natural comportamiento instintivo que proviene de un genoma compartido con la humanidad.

Tampoco debemos conformarnos con fantasías o creencias de tipo dualista, como la platónica, que concibe al ser humano como un compuesto de espíritu y cuerpo, llegando la muerte cuando ambos componentes se separan temporalmente. Para esta escuela el espíritu o alma preexiste o es creada en el instante de la concepción de un ser humano o puede incluso no tener comienzo, siendo la resurrección el momento cuando éstos se reunifican para la eternidad. No existe evidencia alguna para confirmar esta creencia que tanto ha influenciado la cultura occidental. Por el contrario, las leyes de la termodinámica no podrían explicar de dónde un el organismo viviente obtendría la energía necesaria para existir eternamente, qué ocurriría con los desechos entrópicos de su actividad, qué efectos habría en el ecosistema, etc.

Sin embargo, en contra de todas las creencias anteriores, para apoyar o contradecir alguna fantasía en particular, está la abundante experiencia parapsicológica de manifestaciones de “espíritus” que casi todos hemos tenido al menos alguna vez en la vida o que hemos escuchado innumerables veces de testigos que nos son fiables. Esta experiencia arroja un pesado manto de duda sobre la postura agnóstica. Aunque no puede ser considerada como demostración válida y empírica de la posibilidad de alguna existencia después de la vida, tampoco se la puede desechar. Esta experiencia no demostrable está allí, no sólo para inquietarnos, sino que para descalificar cualquier postura agnóstica que niegue dicha posibilidad.

Adicionalmente, el problema de aceptar una existencia después de la vida no es menor. Desde el punto de vista de la moral, resulta ser el principal problema. La acción intencional se proyecta usualmente a afectar nuestro entorno, que es material, dentro de un referente de espacio-tiempo. La muerte termina con el origen de esta acción, aunque lo causado siga su curso proyectado. Sin embargo, la creencia de una existencia después de la vida –indicando que el destino final personal no termina con la muerte– nos obliga a modificar nuestras acciones. Además, si la cosmovisión de alguien incluye la creencia de que su existencia después de su muerte depende de su comportamiento actual, entonces sus deliberaciones previas al actuar y hasta los efectos de sus acciones tienen profundas repercusiones, obligándolo a optar por un curso de acción determinado por la axiología que acepta.

Aparte de Dios, si uno acepta que todo lo que existe pertenece a nuestro universo de materia y energía, la pregunta ¿qué parte de mí puede subsistir a mi muerte, si acaso algo puede subsistir? genera más preguntas de las que responde. Así, ¿qué naturaleza tendría ese algo?, ¿cómo se generaría ese algo?, ¿cuál sería su sustento?, ¿se identificaría ese algo con el yo?, ¿qué es el yo?, etc. Cualquier respuesta que se puede dar entra en el terreno de la hipótesis. Además, estas preguntas tratan de asuntos imposibles de demostrar por pertenecer a un ámbito que existe más allá de nuestra experiencia sensible.

Uno tiene el perfecto derecho a plantear con toda sensatez si acaso la mismidad es subsistente a la muerte del individuo, y si lo es, de qué manera, puesto que ya no habría supuestamente un espacio-tiempo, ni tampoco la mismidad estaría sujeta al imperio de las leyes de la termodinámica. Sin embargo, la conciencia profunda no aparece de la nada, sino que es una estructuración en una escala superior que surge de la conciencia de sí. Tampoco es una mismidad estática, encerrada en sí misma e inmanente, como se podría entender a un monje budista. La conciencia profunda surge de discernir que existe una meta infinita capaz de unificar y dar sentido a las distintas acciones intencionales, y que es del todo deseable. También entiende que es posible alcanzarla, al tiempo de comprender asimismo las propias e irreductibles limitaciones para este emprendimiento.

Muchos no se plantean el problema de “la otra vida”, estando no sólo muy conformes con su existir terrestre, desprovisto de una perspectiva transcendente o de una cosmovisión que incluya a Dios, sino que, por el contrario, muy incómodos con la posibilidad de otra vida y de una transcendencia, en especial si se niega de partida la existencia de Dios. Sin duda que la idea de la muerte resulta extremadamente incómoda para todo el mundo, y sobre todo para quien tiene una existencia exitosa, próspera y llena de planes para esta vida. Y no sólo esta idea es rechazada por quienes tienen la posibilidad de tener una vida placentera hasta la misma muerte, sino que también el pensar en una vida después de la muerte, pues si se está conforme con la vida terrenal, ¿qué objeto tiene otra vida distinta de la que se está disfrutando?

Sin embargo, el misterio más grande de la vida es precisamente su necesario término en la muerte, el crudo suceso de que tengamos que desaparecer forzo­samente tras haber hecho hasta lo indecible por sobrevivir. Y si tras la muerte subsistimos de alguna manera, podemos suponer que aquello que subsiste es el resultado de restar a nuestro ser todo aquello que es animal, considerando que todo aquello que pertenece a la naturaleza biológica perece irreversiblemente.

No obstante, a pesar de no saber precisamente que es lo que subsistiría de nuestra existencia, han existi­do innumerables culturas desde antes de la aparición del hombre moderno, hace unos 150.000 años, que contienen la creencia en la vida en un “más allá” y en la resurrección de los muertos. A través de los siglos, la conciencia de sí ha elaborado naturalmente mitos de resurrección. Desde tiempos antiquísimos los seres humanos se resis­ten a pensar que su destino fatal sea su completa desaparición con la muerte, y han supuesto que, después de morir, de alguna manera se resucite tiempo después. Los faraones eran tan obsesivos con esta creencia que dedicaban los mejores esfuerzos de decenas de miles de sus contemporáneos en construirle tumbas –o más bien torres de lanzamiento de seres humanos al más allá– para protegerse cuando muerto mientras llegaba el momento del viaje al otro mundo. Muchas personas de otras culturas, sin ninguna fe en una resurrección y ante el más completo desconocimiento de una existencia después de la muerte, pretenden vana e ilusoriamente subsistir a la muerte a través de su descendencia, sus obras o en el recuerdo colectivo. Tal resurrección de los muertos es un mito, como veremos, pero ayuda a sobrellevar este trance.

Del mismo modo como únicamente una persona con conciencia de sí puede actuar intencionalmente, con un sentido y una finali­dad, también únicamente una persona con dicho tipo de conciencia puede reflexionar sobre su destino e imaginarse a sí misma des­pués de muerta, aunque ello sea completamente absurdo. Además, sola­mente esta clase de persona puede creerse un interlocutor válido de un Dios providente en una relación más de justicia que la que puede establecer con un ser implacable y hasta arbitrario (que es la noción del Dios de la conciencia de lo otro y del Pentateuco). Por lo tanto, si bien la reflexión hecha por la conciencia de sí conduce a la noción de un Dios transcendente y salvador, la reflexión hecha por la conciencia de lo otro conduce a la concepción de un Dios inmanente y justiciero.

El sentido religioso de la realidad transcendente se hace presente cuando el ser humano formula cualquiera de las siguien­tes dos preguntas: ¿cómo es posible que yo no pueda subsistir a mi propia muerte? O, si aceptamos la existencia de un Dios crea­dor, ¿qué propósito pudo tener Él en haber creado a un ser capaz de alabarlo, glorificarlo y ejercer acciones morales si éste no puede transcen­der su propia naturaleza mortal?

A pesar de que las posibles situaciones escatológicas son a menudo imaginadas de modos bas­tante terrenales y sensibles, con formas de túneles oscuros que desembocan en una plácida, pacífica, comprensiva, amante e intensa luz o, de modo más tradicional, con un cielo azul y luminoso donde flotan blancas nubes y vuela una corte de ángeles al son de música coral con acompañamiento de relucientes trompe­tas y dorados laúdes, y en el plano inferior, infiernos sulfurosos y llameantes, presididos por diablos blandiendo tridentes, ellas constituyen ya el comienzo de una noción de una transcendencia.

El perenne problema, tema del Libro de Job, que se expresa del siguiente modo: si Dios es infinitamente justo y poderoso ¿cómo es posible que pueda permitir el mal?, es postulado por la conciencia de sí que no sólo ha llegado a identificar al Dios creador con el Dios salva­dor. En este problema, también está presente la conciencia de lo otro en cuanto se concibe que existe también la idea de que Dios puede alterar milagrosamente la naturaleza para beneficiar por reciprocidad a quien hace formalmente el bien.

La solución a este problema radica en considerar primero que el mal no es algo absoluto, sino que es relativo a cada cual respecto a las necesidades de superviven­cia y reproducción, y segundo que el ser humano está escindido entre su naturaleza animal que, por instinto, busca su supervivencia y reproducción y su naturaleza pensante y volitiva que llega a desear lo transcendente. El que el ser humano esté sujeto a las leyes naturales, debiendo por ello sufrir, trabajar y morir, no es exactamente consecuencia del pecado original, sino de pertenecer al universo y ser un producto de su evolución. El que busque lo transcendente se debe a su naturaleza racional. En fin, el que esta transcendencia le sea posible se debería a la invita­ción hecha por Jesús a participar del Reino de Dios.

Cuando la muerte, propia de todo organismo biológico, desintegra la estructura del individuo, subsiste la persona, que es la estructura del yo mismo puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo con su cuerpo de materia estructurada que la contenía, manifiestamente incapaz ahora de subsistir.  Considerando que ya no resulta necesario satisfacer los instintos de supervivencia y reproducción, como tampoco estar sujeto a ningún otro instinto, en su nuevo estado de existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material y, por tanto, de la entropía, lo que significa también que su acción ya no puede tener efectos sobre la materia. La persona ha transitado a un estado de energía inmaterial

Asimismo, desaparecen nuestros atesorados conocimientos y experiencias de la realidad del universo material que percibimos a través de nuestros sentidos animales y se guardaban en la memoria, ya que dejan de sernos útiles para nuestra nueva existencia, como también nuestra forma de pensamiento racional y abstracto y la misma memoria basados en el cerebro biológico. Tampoco la persona existiría en un plano de tiempo y espacio, luz, color, sonidos, aromas, calor, frío, dureza y demás características del universo material y causal. Recíprocamente de la persona emergería la psicología nueva, inmaterial, transcendente, de pura energía, pero implícita en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para conocer y relacionarnos correspondientemente con esa insondable y misteriosa realidad que se presentaría más allá de nuestra vida terrena, imposible de conocer ahora a través de nuestra experiencia sensible. Posiblemente, el paso a esta nueva psicología sería paulatino y asistido.

La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser íntimo, necesitaría y buscaría afanosamente un contenedor de su propia y estructurada energía para poder manifestarse y expresarse en forma plena de vinculación. La esperanza es que quien en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios y ha sido justo y bondadoso según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, él estará finalmente en condiciones de acceder al Reino, que Jesús conoció (¿a través del fenómeno EFC?) y anunció, cuando muere y existir colmadamente. De ahí que su condición en la “otra vida” sea un asunto de opción moral personal durante su vida terrena. Al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de Dios. Así, la energía liberada originalmente por Dios retornaría a Él estructurada en el amor.



Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum8c.blogspot.com/,  corresponde al Capítulo 3, “Dios y la conciencia humana”, del Libro VIII, La flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/).