Patricio Valdés Marín
Existen tres estados
de conciencia con respecto a una comprensión de Dios: conciencia de lo otro,
conciencia de sí y conciencia profunda. Cada estado es propio de una etapa del
crecimiento personal. Cada estado determina una relación particular con Dios.
La conciencia de lo otro
La conciencia de lo otro
Lo primero y más elemental que relacionamos con lo transcendente
y la divinidad es la experiencia de lo religioso. Esta se enmarca en un
contexto psicológico y existencial, y proviene, en una primera instancia, de
dos vertientes distintas que se originan respectivamente en las dos
direcciones que por naturaleza interesan a la conciencia humana, la conciencia
de lo otro y la conciencia de sí.
La conciencia de lo otro significa
conocimiento de una realidad ajena a uno mismo, que es de las cosas que nos
rodean. Este tipo de conciencia, que poseemos todos los animales en mayor o
menor grado es la conciencia acerca de las cosas que nos rodean. Este tipo de
conciencia, que poseemos todos los animales en mayor o menor grado, es la más
simple de todas y proviene de la capacidad natural de reconocer objetos que
pueden ser afectados por nuestras acciones o que pueden afectarnos a nosotros.
La acción que surge de la información provista por este tipo de conciencia no
puede ser llamada precisamente libre, pues está condicionada por los instintos y apetitos propios que
promueven la supervivencia y la reproducción para los cuales es específicamente
funcional. La intensidad de esta conciencia varía desde el simple
reconocimiento de la existencia de luminosidad o calor hasta la comprensión de
las fórmulas químicas más complejas.
La experiencia de lo religioso, en
esta primera instancia de la conciencia, se refiere a las fuerzas que
percibimos en la naturaleza y que afectan positiva o negativamente nuestra
existencia. Buscamos beneficiarnos cuando las fuerzas son positivas, y
defendernos o cobijarnos cuando son negativas. El conocimiento o no del origen
de estas fuerzas determina nuestra actitud religiosa respecto a la naturaleza.
El mito y la ciencia están contrapuestas en la conciencia de lo otro como
explicaciones radicalmente distintas sobre las otras dos existencias de la
triada. De este modo, por parte de la conciencia de lo otro existe un tácito
reconocimiento de que la totalidad del ser de la persona se ve afectada por
una causalidad que ésta atribuye a fuerzas sobrenaturales misteriosas y divinas
que actúan en la naturaleza, pero que para la ciencia son puramente naturales.
Causalidad atribuida
a lo sobrenatural
El origen de las fuerzas naturales es evidentemente
desconocido en culturas pre-científicas. La naturaleza se percibe como
esencialmente pasiva, y la acción que allí opera se supone que proviene de
fuerzas sobrenaturales. Aquellas fuerzas que tienen especialmente graves
consecuencias, como terremotos, plagas, inundaciones y pestes, que producen
pavor, como los truenos y las tormentas, y que son de escasa ocurrencia, como
eclipses y cometas, son atribuidas a entidades sobrenaturales de manifiesto
poder. También los acontecimientos que son decisivos en la vida individual,
como el nacimiento, la enfermedad, la suerte, la muerte, entran en el ámbito de
una significativa acción sobrenatural.
En un medio no científico la causa de algunos fenómenos
puramente naturales son atribuidos por la magia y el mito a poderes
sobrenaturales. La magia es una explicación imaginativa del acontecer, en el
que incluso intenta influir; pretende el poder divino cuando viola
aparentemente las leyes naturales. El mito es la explicación del acontecer como
efecto de fuerzas que son corrientemente personificadas y deificadas. El
esoterismo pretende incluso llegar a conocer la voluntad sobrenatural y el
destino individual y hasta colectivo.
Se supone asimismo que esta acción sobrenatural tiene una
intencionalidad vinculada con el destino de una persona. Naturalmente, esta
fuerza puede beneficiarla o no. Lo que la distingue es la suposición de que
existe en aquella una intencionalidad, por lo que se transforma en una fuerza
sobrenatural en la perspectiva de ésta. En lo religioso de la conciencia de lo
otro operan mecanismos psicológicos de sacrificio, expiación, renuncia, aplacamiento,
retribución, atrición, dependencia, que son propios de una relación binominal
que tiende al equilibrio. Todos estos mecanismos están sustentados por
construcciones de mitos y también por condicionamientos psicológicos y
genéticos. Se supone que la causalidad imputada a las deidades es una respuesta
a la acción humana en la forma de premio o castigo, que son sentimientos
derivados directamente de las sensaciones biológicas de placer y dolor y que
compartimos con los animales superiores. El pecado recibe lógicamente un
castigo. Para evitarlo o aminorarlo está el expediente del arrepentimiento y
la expiación. El milagro es una acción divina beneficiosa que altera la
causalidad natural como respuesta a ruegos y sacrificios.
La realidad religiosa en la conciencia humana de lo otro
emerge por el desconocimiento de las fuerzas que participan en la causalidad
natural, y por el temor al poder de lo desconocido. El enorme poder de las
fuerzas naturales es deificado. Esta actitud psicológica primitiva podría ser
un paso previo, y hasta casi necesario, para el establecimiento de una relación
personal e íntima con Dios, pero también es el origen de las mistificaciones,
supersticiones y otras aberraciones religiosas. Una consecuencia lógica es que
en un mundo natural, donde todo se comparte con lo sobrenatural, existan
lugares y cosas que se sacralizan o demonizan. Lo sagrado pasa a ser lugares y
cosas donde las deidades se manifiestan con mayor poder y hasta llegan a
dominar con exclusividad. Lo propio ocurre con lugares y cosas demoníacas.
En la perspectiva que combina lo religioso de la conciencia
de lo otro con la idea de un monoteísmo omnipotente se observa que en todo
cambio siempre se produce un resultado y se crea una nueva existencia. Este
fenómeno es resumido por el conocido refrán: “no hay mal (el cambio) que por
bien (el resultado) no venga”. Tendemos a concluir que todo cambio tiene un
resultado que se resume en una existencia mejor. Sin embargo, lo que se observa
naturalmente es que el resultado de la enfermedad es una existencia disminuida,
y el de la muerte es el fin de la existencia de cada cual y la nada. Dentro de
una realidad en que todo parece tener un sentido y un propósito, la enfermedad
y la muerte constituyen un absurdo, a no ser que lleguemos a encontrar en el
universo, que supuestamente tiene un sentido positivo, una respuesta para
ambos fenómenos.
Causalidad natural
La ciencia, como contraposición, concibe una naturaleza que
obedece a sus propias leyes, independientemente de supuestos atributos
sobrenaturales y milagrosos, los que desde luego niega. Inclusive la idea
cristiana de creación (no del creacionismo fanático), que separa radicalmente
a Dios del universo, negando el panteísmo, destruye la idea de una realidad que
es hogar de los dioses, y pasa a ser entendida como el ámbito de las leyes
naturales. Sin contraponerse necesariamente a la idea judeo-cristiana de la
creación, la ciencia, que explica la causalidad en términos muy mundanos y
materialistas, desde su advenimiento ha puesto en entredicho las explicaciones
mágicas y míticas del acontecer que se observa en el universo; y éstas no han
podido resistir su implacable lógica que explica el acontecer puramente en
términos de la causalidad natural. En un mundo comandado por leyes naturales es
inútil esperar el favor de Dios para mejorar las posibilidades de supervivencia.
Las creencias religiosas sustentadas en explicaciones antinaturales se han
visto destruidas por el secularismo que ha traído el conocimiento científico,
para el cual nada es sacro.
Sin embargo, lo que la ciencia no puede comprender es que
Dios se manifiesta precisamente a través de las leyes naturales que ésta se ha
venido empeñando en desentrañar. Una persona se relaciona con Dios dentro de la
causalidad natural. Sus limitaciones físicas, fisiológicas, psicológicas,
intelectuales, cognoscitivas, epistemológicas, morales, afectivas, de salud,
constituyen el marco de esta relación. Con todas sus cargas y taras la persona
humana es la interlocutora válida de Dios.
En consecuencia, cuando existe desconocimiento del mecanismo
de la causalidad natural, la conciencia de lo otro supone que las fuerzas del
universo son divinas y actúan intencionalmente sobre nuestro destino. Entonces
no es extraño para esta conciencia divinizar y sacralizar las cosas que son
causas o han sido efectos, interviniendo en la propia existencia, ya sea para
bien o para mal. El sentido religioso de la conciencia de lo otro se ve
radicalmente alterado cuando se aprende que la acción de las cosas, que hace
que nuestra vida tenga éxitos o fracasos, salud o enfermedades, tiempos felices
o penurias, se explica por la causalidad natural del universo. No obstante,
para un científico que es también creyente Dios estaría efectivamente presente en
nuestro presente, manifestándose de alguna manera a través de la causalidad
natural.
Causalidad límite
Además, a pesar de que en nuestro mundo secularizado, la
ciencia se constituye en una religión por su pretensión de explicarlo todo,
ella misma deja cruciales ámbitos en la oscuridad total. Zonas vastas de la
experiencia humana y también de nuestro conocimiento del universo, como los
fundamentos vitales de la fe religiosa, de los que nos ocuparemos más adelante,
escapan del conocimiento de la causalidad y, por tanto, de la ciencia. Ellas
pertenecen a una realidad inexplicable, o al menos difícil de explicar, de modo
que no es posible aceptar la citada pretensión de Bertrand Russell de que todo
lo posible de conocer pertenece al conocimiento científico. Por el contrario,
la ciencia debiera aceptar que es posible que existan realidades que no pueden
ser conocidas por ella y, además, que no está en condiciones de negar.
Una de estas realidades es nada menos que el acto de creación
del universo. Si lo consideramos como un hecho, aunque sea un hecho límite,
elude toda posibilidad de explicación científica, puesto que se identifica
como una causa que es externa al universo, y no puede, por ello, ser objeto de
nuestro conocimiento sensible, sino por analogía. Por otro lado, la creación,
aquello que el científico considera como universo y observa corrientemente sin
emoción y desapasionadamente, como un dato dado, tal vez más preocupado por lo
que él personalmente se adjudica de éste por su saber y pensar, el hombre
religioso, siempre que no sea gnóstico o maniqueo, lo concibe reverentemente
como obra de Dios. Lo que resulta difícil de comprender es que mientras más
maravillosa resulta la creación al ir siendo develada por la ciencia moderna,
más desaprensivo parece ser el comportamiento del científico. Lejano en el
tiempo está la mentalidad y la fe de Newton, para quien la naturaleza pasa a
ser el libro donde es posible leer la obra y la grandeza del Dios creador.
El paso intelectual de identificar el universo con la creación
no es obvio ahora y tampoco lo fue en el pasado. Significó en su tiempo una
revolución en el pensamiento religioso. Por una parte, debió superar al
politeísmo que identifica distintas fuerzas naturales con sus respectivos
dioses. Por la otra, debió también superar al panteísmo, el que unifica la
causalidad en el universo, identificándola con la divinidad; así por ejemplo,
Baruch Spinoza (1632-1677). Así, pues, la idea de separar radicalmente el
universo de Dios genera las nociones de monoteísmo y transcendencia.
La conciencia de sí
Nos corresponde ver ahora la segunda instancia de la
experiencia de lo religioso. Se trata de la conciencia de sí que se estructura
en una escala superior que la de la conciencia de lo otro, y resulta de
entenderse sujeto de conocimiento, sentimientos y acciones. Pertenece a una
escala que implica una inteligencia racional, pues surge de la relación
intelectual que un ser racional efectúa entre las diversas cosas, de las
cuales distingue una de éstas, el agente de la acción, que llega a identificar
consigo mismo. No se refiere a la acción de la causalidad que un individuo
siente en sí mismo, reconociendo que la causa es distinta a sí mismo, pues en
eso reside justamente la conciencia de lo otro. La conciencia de sí establece
la distinción sujeto-objeto, donde el sujeto se concibe a sí mismo siempre por
oposición al objeto. Surge por reflexión. Así, pues, al reflexionar y mirarse a
sí mismo como sujeto, éste se concibe como propio y distinto de las otras cosas
y advierte que el yo (el sujeto) es único. Además, su existencia transcurre en una realidad
objetiva que su intelecto le representa como verdadera. Tiene la capacidad para
distinguirse ella misma de la experiencia, identificando su causa con lo otro,
y el lugar de la conciencia que experimenta lo otro, consigo mismo. El
individuo, al reflexionar, reconoce que la conciencia es el lugar del pensar,
de la voluntad y del sentimiento. El origen y lugar de todos estos procesos los
identifica con el yo. El yo se erige en sujeto consciente que reflexiona y
actúa autónomamente. En el acto de reconocer un yo, está también reconociendo
un tú a partir de la conciencia de lo otro.
La acción que surge de este
conocimiento, por la que el sujeto racional se identifica con el sujeto de la
acción y separado de las otras cosas, supone, primero, una acción concebida
como propia, emanada de sí mismo; segundo, una evaluación de sus efectos
probables, y, tercero, una evaluación que hace sobre sus mismos objetos, a los
que ordena axiológicamente, otorgándoles a cada cual una posición dentro de una
jerarquía valórica que él mismo llega a estructurar. La acción, que tiene un
momento de deliberación, tiene otro momento de decisión y ejecución, y un
tercer momento de cambio en el objeto hacia el cual se dirige, hace emerger los
tiempos de pasado, presente y futuro. Cuando surge la conciencia de que el
sujeto puede ser causa del cambio, aparece el proyecto de futuro y la
planificación de la acción.
La conciencia que cada ser humano
tiene de sí, y por la cual el mismo adquiere una identidad única y propia, en
el tiempo y en el espacio y con relación a las otras cosas, no le proviene por
aquel supuesto ingrediente espiritual denominado alma, sino que es producto de
la estructura psíquica compuesta por los contenidos de conciencia, en especial
las imágenes, ideas y juicios que cada ser humano va estructurando según las
representaciones actuales y evocadas, que convergen precisamente en ella para
hacer de la representación psíquica un todo coherente y referido a la realidad.
Entre estos contenidos de conciencia figuran las imágenes y los conceptos que
cada uno adquiere o elabora como representaciones más o menos verdaderas de la
realidad; el modo particular en que se han ido estructurando; las relaciones
que cada cual va haciendo entre las cosas que percibe; la percepción íntima de
su existencia, de su yo, de su propio desarrollo, de sus carencias y afectos,
de sus posibilidades y debilidades, de sus alegrías y tristezas; el conjunto de
pasadas experiencias y su ordenamiento como sucesos en el tiempo; la emotividad
particular que condiciona toda imagen; los sentimientos que acompañan sus
ideas; las valoraciones éticas que suministra la cultura.. Todo ello constituye
un marco de referencia permanente y un banco de conocimientos de inmediato
acceso; en fin, todo ello constituye un sistema en su conciencia de sí que le
permite deliberar y actuar intencionalmente.
Más que tomar por sentado el veleidoso poder de deidades con
las que se debe estar bien con ellas para recibir providencias y conseguir
sobrevivir de modo más favorable, la conciencia de sí reflexiona sobre el por
qué del yo mismo, el sentido y el fin de su propia existencia, especialmente en
lo referente a la muerte, llegando a la conclusión de su propia y radical
singularidad, que es cuando la multifuncionalidad psíquica es unificada en
ella. En efecto, si la muerte contradice nuestra apetencia biológica por
sobrevivir y si nuestra existencia se prolonga de alguna manera después de la
muerte, entonces la muerte confiere un significado especial a nuestra
existencia terrestre. Ella no sólo produce el hondo temor del “más allá”, sino
que un profundo sentido de transcendencia.
La ciencia, en su contraposición con el mito, no logra descalificar
la experiencia religiosa. Podríamos con los ojos de aquella observar
objetivamente la realidad, limpia ahora de todo mito, y conocer el mecanismo de
la causalidad natural hasta donde el conocimiento científico ha alcanzado y,
sin embargo, tener conciencia de realidades transcendentes que aquella no
alcanza a abarcar y que comprende realidades de energías estructuradas sin
posibilidad de ser percibida por los sentidos. Una realidad propia de la fe
religiosa y ajena a la ciencia es la creencia en la salvación del sufrimiento y
la muerte.
La acción intencional
El accionar del ser humano en el
mundo es intencional y responsable, ya que emana de su libre albedrío, que es
producto de su razonar deliberado. La acción humana es intencional porque persigue
una finalidad que ha sido reflexionada, meditada, pensada, ponderada, razonada,
planificada y hasta imaginada, no porque se conoce el futuro, sino como
proyecto de futuro, en términos de una determinación de las múltiples
posibilidades que se presentan y que incluso se crean. Y aunque la mente se
mueva dentro de un contexto estructural de valoraciones, significados,
prejuicios, sentidos, sentimientos y emociones, es suficientemente libre para
razonar y llegar a determinar libremente el curso de la acción. Una acción
causal propiamente humana transcurre en el tiempo: posee un antes que razona,
una fuerza volitiva actuante en el presente y un después causado. Antes de
desencadenar la acción, el sujeto humano estructura los elementos racionales
que imprimirán a la acción su intencionalidad, formulando planes de futuro y
proyectos de conducta. En la estructuración de los planes de futuro existe un
proceso de evaluación y ponderación razonada, un juicio a partir de lo que
conoce y de lo que pretende, de las diversas posibilidades de acción y una
concepción de qué ocurrirá al término de la acción, acompañada o no de
imágenes.
La acción humana es intencional
porque el individuo se sabe, reconociéndose a sí mismo, como sujeto de una
acción, a la cual le ha dado un propósito que ha deliberado o razonado.
Únicamente el ser humano, de todos los demás seres del universo, es capaz de
liberarse del condicionamiento natural, determinista, instintivo, afectivo y
hasta ritual, cuando ejecuta una acción intencional. En comparación, la acción
de un animal es sólo inmediatista, conteniendo una decisión muy simplificada,
cuando no es tan sólo una simple respuesta a un estímulo. La vida es energía
que se consume en el esfuerzo para sobrevivir y reproducirse; la vida humana es
energía que se consume además tras un proyecto de futuro que la razón ha
estructurado como posibilidad; y esta energía que consume en el mundo material
es energía que se estructura en la persona. La acción propiamente humana no
consiste en la capacidad de elegir entre una multiplicidad de medios para
obtener un fin deseado. Esa capacidad la pueden ejercer todos los seres con
sistema nervioso central con mayor o menor habilidad. La acción humana consiste
en actuar según una intención consciente ligada a una finalidad razonada. Las
acciones humanas no deliberadas no son intencionales y pertenecen a la
causalidad determinista del universo.
Del mismo modo como el término de
la acción de todos los seres vivientes, incluido el ser humano, es la
supervivencia y la reproducción, el término de la acción propiamente humana es
la determinación razonada de las múltiples posibilidades u oportunidades que
se le van presentando a un individuo, incluso al margen del contexto biológico
de la supervivencia y la reproducción. De hecho, la acción intencional es mucho
más que una respuesta a los simples instintos de supervivencia y reproducción,
pues se desenvuelve dentro de un contexto moral. La acción intencional,
identificada con el ejercicio de la libertad y con la autodeterminación,
depende de la razón y los sentimientos, siendo lo que caracteriza a la persona
y que se relaciona al otro a través del amor o el odio.
La acción propiamente humana,
cuando produce un efecto en algún objeto, genera también, de alguna manera, un
efecto en el mismo sujeto. A través de su acción, el ser humano se va no sólo
auto-determinando, sino que también auto-estructurando. La estructuración
personal es a la vez intelectual, afectiva y moral. Entre la intención y la
acción está la decisión, que también se denomina voluntad. La decisión es
actualizar, colocando en el presente una intención dirigida hacia un futuro
indeterminado. Esto es especialmente importante en dos sentidos: por una parte,
establece la oportunidad de la acción. Por la otra, ordena la secuencia
respecto de las otras acciones de un proceso.
La acción humana es libre. No lo es
en el sentido de un poder de actuar o de no actuar, de acuerdo a las
determinaciones de la voluntad. Lo es en cuanto se dan dos factores: primero,
la existencia de deliberación razonada antes de la acción; segundo, la
existencia de condiciones objetivas para llevarla a cabo. Por lo tanto, la
libertad humana es el poder de actuar de acuerdo a la propia voluntad
racionalmente determinada y no consiste en elegir una alternativa, sino en la
posesión objetiva de alternativas. Nuestra libertad, que no es una “libertad
de”, sino que es una “libertad para”, cuando es ejercida, queda determinada. No
sólo no podemos hacer todo lo que queremos, y cuando hacemos algo, optando por
algún curso de acción que determinamos, cerramos las posibilidades para hacer
otras cosas. Al tiempo de ejercer la libertad se está limitando los espacios de
libertad por una de las alternativas posibles. Una vez que se elige libremente
una alternativa de las posibles, la libertad se determina a la acción dentro de
dicha alternativa.
La acción es menos libre en la
escala de la conciencia de lo otro, pues los mecanismos causales son bastante
determinados y las condiciones están bastante dadas. Un animal enfrentado a
otro tiene sólo dos posibilidades: atacar o huir. En la escala de la conciencia
de sí, el efecto de una acción humana lleva impresa el sello de su libertad,
pues, a pesar de todos los mecanismos y factores condicionantes, y hasta
determinantes, existe una intencionalidad y una deliberación previa al
desencadenamiento de la acción llenas de significados y valoraciones. El
ejercicio de la libertad es inédito y original. A pesar de ser un producto más
de la evolución del universo, el ser humano puede llegar a tener conciencia no
sólo de las cosas que existen en el universo, como ocurre con todos los
animales en mayor o menor grado, sino también de su misma constitución y de sus
límites. Pero además, el ser humano es el único ser que puede mirarse a sí
mismo, independiente de las cosas.
Uno podría suponer que todo este
complejo proceso es propio de alguna fuerza inmaterial. Sin embargo, todo aquél
ocurre en nuestra mente que ocupa la aparentemente débil fuerza electroquímica
que opera en la compleja estructura nerviosa de nuestro cerebro, el que según
los estudiosos pesa entre 1200 y 1400 gramos y tiene la apariencia de una masa
gelatinosa de color grisáceo. Allí se relacionan tanto imágenes como relaciones
de imágenes, que son las ideas, y relaciones de relaciones de imágenes e ideas
tan abstractas que no tienen relación a imagen alguna, que son los juicios. Son
estas últimas relaciones las unidades discretas del raciocinio y las que
imprimen la intencionalidad a la acción al valorar tanto sus probables costos y
beneficios para sí y para otros, como también su oportunidad.
La voluntad traduce la intención en
acción valiéndose de la capacidad de la red neuronal eferente, que se ramifica
por toda la estructura muscular, para amplificar la débil fuerza de una
intención, ubicada en la estructura cerebral, en una fuerza capaz de comandar
el aparato motor, o sistema muscular-esquelético, del individuo. Es interesante
advertir que la estructura muscular-esquelética es la unidad funcional que
tiene un individuo para afectar el medio externo, y que la estructura nerviosa
eferente, similar a la aferente, sirve para captar y conducir las sensaciones
al sistema nervioso central y que es coordinada por éste. La red eferente
comanda la estructura muscular-esquelética mediante señales nerviosas precisas
que son amplificadas por los músculos, que se contraen o se dilatan en la
dirección, con la fuerza y la velocidad preseleccionadas y en combinación con
los huesos que actúan de palancas, con el objeto de llevar a cabo la acción
intencionada.
La voluntad da la orden que manda a
las manos asir con una determinada presión un hacha por el mango, y a los
brazos descargarla con determinada potencia y precisión sobre un pedazo de
leña; también comanda un dedo dirigirse hacia un botón y apretarlo con una
intensidad determinada, una mano girar un volante a una cierta velocidad o
mover una palanca en una dirección y hasta un punto seleccionado, movimientos
que permiten operar una potente máquina, prolongación del cuerpo humano, para
actuar sobre el medio, centuplicando la fuerza muscular. La voluntad pone una
idea en persuasivas palabras cuando comprime el aire de los pulmones sobre las
cuerdas vocales y mueve, concertando, lengua, mandíbulas y labios para regular
un tono, una intensidad y un ritmo de voz seleccionadas intencionalmente, al
tiempo que ordena a los músculos faciales gesticular y al cuerpo acompañar con
ademanes significativos para reforzar la intención.
La conciencia profunda
Desde una perspectiva filosófica (de la filosofía que hemos
venido propugnando en toda esta obra), la vida y la conciencia de sí ocurren en
el universo material, donde son comprendidas filosóficamente por la
complementariedad de la estructura y la fuerza. Sin embargo, en esta misma
perspectiva, tanto el universo material y dicha complementariedad son
comprendidos a su vez por un concepto mayor, que es el de la energía, que se
ajusta y no se contrapone con lo
develado por la ciencia moderna. Así, la energía, según entendemos, no se crea
ni se destruye, solo se transforma —según reza el primer principio de la
termodinámica—; no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni tiempo
ni espacio; su efectividad está relacionada con su discreta intensidad; es
tanto principio como fundamento de la materia; no puede existir por sí misma y
debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia. Este concepto tiene el
alcance que tuvo el ser de la metafísica en la historia de la filosofía, pero
que está obsoleto por su irrelevancia frente al enorme desarrollo de la
ciencia. De hecho, el universo, en toda su diversidad, está hecho de energía y
nada de lo que allí pueda existir puede no estar hecho de energía.
Adicionalmente, la energía comprende una realidad mucho mayor que la de la
materia. Es este nuevo concepto de energía que nos permite hablar de
transcendencia sin contradecir la ciencia, cuyo alcance es solo lo material.
Estas distinciones metafísicas son fundamentales para comprender nuestra
existencia y la del universo y son la base para nuestra tesis de la
transcendencia.
Siguiendo con el hilo conductor
acerca del tema que nos preocupa, desde el punto de vista del propósito de los
tres tipos de conciencia, vimos que el sentido de la conciencia de lo otro está
relacionado con la supervivencia y la reproducción. Esta finalidad biológica
es distorsionada en la conciencia de sí por la ética, la cual busca, a través
de la subsistencia de la comunidad, realzar la propia supervivencia y
reproducción. La conciencia profunda, que es un tercer tipo de conciencia,
adiciona un marco transcendente en el cual la finalidad de supervivencia
individual y subsistencia social se relativizan. Si la conciencia de sí
termina en la muerte, la conciencia profunda conduce a la transcendencia. Ésta
conciencia se encuentra en la escala mayor de estructuración de la conciencia.
No hace que nuestra acción sea más objetivamente libre, sino que hace que uno
mismo sea íntimamente libre al actuar. A diferencia de la conciencia de sí, la
podemos reconocer en ausencia de cualquier referencia con otras cosas, y, por
lo tanto, no requiere ninguna identidad por la que se puede relacionar o
definir, pues se identifica únicamente consigo mismo en una mismidad. Mediante
ella, una persona se reconoce a sí misma como singularidad y como independiente
de otras cosas por referencia, relación o identidad. Esta conciencia es un
reconocimiento de la radical mismidad que puede llegar a subsistir incluso a la
propia corporeidad espacio-temporal, la que la llega a concebir como otra cosa
más, mutable, corrupta y hasta ajena, al menos en los místicos, y que en
lenguaje ordinario, sepulcral, se denomina “los restos”.
La mismidad
Existe un antecedente subjetivamente íntimo y singular para
una transcendencia personal que puede amplificarse a una sobrenaturalidad, y
es el siguiente: la conciencia de sí junto con la identidad única y propia que
todo ser humano llegan a poseer son muy distintas del ser uno mismo, poseedor
de un yo profundo, que una persona puede llegar a intuir de manera íntima y
poderosa, en la cual hasta nuestra estructura espacial de carne y hueso, y
nuestra funcionalidad temporal que genera cambios en el mundo natural según la
fuerza que logremos intencionalmente imprimir llegan a ser meros accesorios. Lo
primero es efecto de las estructuraciones y relaciones de ideas que
naturalmente se van organizando en la historia del individuo en su relación con
las cosas del universo. Esta estructuración produce la “identidad” y la
“individualidad”, que es la identificación consigo mismo, pero que necesita de
un otro para validarse. En cambio, lo segundo, la “mismidad”, es una singularidad,
generadora de ser persona, siendo un algo irreductible a cualquier análisis,
relación, comparación o juicio, y, por lo tanto, inexpresable e incomunicable.
La identidad supone otras cosas de las que se diferencia; en especial, supone
la ocupación de un espacio-tiempo definido en el universo. En cambio, la
mismidad supone únicamente uno mismo, una unicidad, tal como una singularidad,
y reducido a una pura conciencia, sin ninguna referencia espacial ni temporal.
La identidad que es propia de la conciencia de sí necesita otras cosas para
poder diferenciarse, distinguirse, describirse y definirse: un sujeto frente a
lo otro; la mismidad, por su parte, no necesita sino de uno mismo,
independiente de todo lo demás.
La mismidad viene a ser la estructuración de la energía en
conciencia profunda, forjándola indeleblemente en sí de un modo
desmaterializado. La conciencia profunda es una experiencia muy personal y es
bastante hermética, por lo que no puede ser un objeto de estudio muy definido
para la filosofía, la que la puede proponer; menos lo es para la ciencia,
puesto que ésta trata con entidades no singulares, con objetos espaciales y con
fenómenos que puedan ser susceptibles de experimentación. En efecto, el
conocimiento objetivo, que es el de la ciencia y la filosofía, es de lo plural.
En cambio, lo singular, en tanto no está relacionado con nada, no está referido
a nada que pueda dar conocimiento de él, de definirlo y determinarlo como
objeto de conocimiento. La conciencia profunda afirma que la realidad, no es
solo material, sino que también es transcendente e inmaterial (de solo
energía), y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible,
los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica del
individuo. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la
actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la
evolución que, a partir de materia individual, produce energía personal.
Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí
mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, la
multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo, no
de modo mecánico, sino transcendente y moral. La trascendencia es el paso desde
la energía materializada, que se estructura a sí misma y es funcional, hasta la
energía desmaterializada que la persona estructura por sí misma. A través de
nuestra intención libre, que culmina en una acción en nuestra existencia,
podemos estructurar energía como producto. Esta estructuración se realiza en
nuestra conciencia profunda y es un reflejo exacto de nuestra intención
incluida en lo que somos en nuestra experiencia de vida; y es lo que subsiste a
la muerte. Tal es precisamente lo fundamental de la psicología ultramundana.
La conciencia de sí es el advertir que el yo (el sujeto) es
único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva que su intelecto
le representa como verdadera. Pero transcendiendo esta materialidad que ella
conoce, está lo llamado “espiritual” y viene a ser la estructuración de la
energía, que ciertamente es producto del intencionar, en conciencia profunda,
forjándola indeleblemente en sí en modo de energía, es decir, desmaterializada.
La conciencia profunda reconoce que la realidad, no es solo material, sino que
también es transcendente, y la puede conocer con otros “ojos” que ven la
experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la
muerte fisiológica del individuo.
El alma no preexiste en un mundo de las Ideas, al estilo de
Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino que se
fragua en el curso de la vida intencional. Esta metempsicosis transforma lo
inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía inmaterial.
La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad
psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que,
a partir de materia individual, produce energía estructurada. Así, el ser
humano puede definirse, más que como animal racional, como un animal
transcendente que transita de lo animal a la energía personal.
La conciencia profunda sería un reconocer que la mismidad
puede transcender el espacio y el tiempo y entrar en el ámbito de la dimensión
misteriosa de una relación mística. En la conciencia profunda la singularidad
que es cada persona en dicho estado psíquico parece existir y actuar dentro de
un contexto místico, donde la causalidad no es mero azar indeterminado entre
cosas no singulares, objeto del estudio de la ciencia y la filosofía, sino que
todo lo que ocurre tiene un significado transcendente y ciertamente singular.
Siguiendo el desarrollo lógico de estas ideas, se podría establecer que si bien
la conciencia profunda sería efecto en una persona de una estructuración del
universo espacio-temporal en cuanto sus unidades discretas le pertenecen,
tendría una subsistencia independiente de dicho universo, pues sería causa a su
vez de una estructuración intencional y libre, propios de una singularidad.
Ello no significa que la mismidad pudiera crear un universo distinto al
conocido para poder subsistir, sino más bien que la subsistencia en este nuevo
universo, que podríamos identificarlo con el Reino de Dios, sería a través de
una acción divina particular.
La subsistencia transcendente de una persona sería bastante
distinta al de, por ejemplo, la subsistencia de sus ideas en un libro, su
imagen en un álbum de fotografías o sus genes en su descendencia. En la
existencia transcendente, para ser verdaderamente vida, debería ser posible un
grado ilimitado de conocimiento, de acción libre y de afectividad. Pero sería
una existencia radicalmente distinta de la que conocemos, pues las demandas por
la supervivencia y la reproducción no podrían ser posibles. Como nosotros sólo
sabemos de dichas actividades ligadas a lo físico, no podemos pronunciarnos si
éstas pueden existir independientemente de lo físico. Sin embargo, tal vez
podríamos suponer que un estado glorioso sería una existencia que no dependería
de la necesidad de supervivencia ni de reproducción, pero sería un estado de
conciencia profunda que dependería de acciones morales basadas en el amor.
Debemos estar conscientes que lo recién expresado está
sujeto a todo tipo de crítica que no dejaría de preguntar si esto no significa
reeditar la existencia de un alma subsistente al cuerpo. Igualmente, que esta
pregunta no sólo no tiene respuesta racional, sino que contradice la
racionalidad del universo donde todas las estructuras se fundamentan en sus
subestructuras y como subestructuras de estructuras de escalas superiores, y
mantienen relaciones causales debido a la funcionalidad de las mismas. Así, las
explicaciones dadas más arriba son especulativas y no se asientan ciertamente
en conocimiento científico alguno, pues está fuera del ámbito de lo material
(solo conocemos lo sensible), pero están en sintonía con los fenómenos místico
y parapsicológico reconocidos. Una respuesta acorde sería que la subsistencia
de la mismidad sería posible en otro ámbito muy diferente al del universo
conocido, donde no operarían las relaciones causales y donde no existirían el
espacio ni el tiempo.
Si bien resulta difícil imaginar, por una parte, que las
ideas más sublimes se albergan en un cuerpo corrompible, resulta paradojal, por
la otra, la escisión en nuestra naturaleza humana entre la conciencia de sí,
propia de la razón, y la conciencia profunda. Así, resulta difícil aceptar la
primera distinción, pues ello significa aceptar la perspectiva de la filosofía
tradicional, la cual distingue la naturaleza racional de la naturaleza
sensible, como si la primera perteneciera al mundo espiritual y la segunda al
mundo material. Se decía también que la segunda distinción resulta paradojal,
pues establecería que la conciencia de sí puede conocer el universo, mientras
que supondría que la conciencia profunda puede abrirse a lo que lo transciende.
A pesar de que el conocimiento humano racional tiene los límites impuestos por
nuestro propio universo, supondríamos que la fe en una realidad transcendente
amplifica nuestra existencia y también otorga un significado misterioso a la
causalidad natural.
En este contexto la fe tiene una doble dimensión. Sería
tanto una aceptación de una realidad transcendente como una respuesta personal
a un llamado transcendente. Lo máximo que podemos sospechar en forma racional
es que la subsistencia de la persona, es decir, de ese yo profundo, es
ahistórica. Parafraseando a Martín Heidegger (1889-1976), una persona llega
ocasionalmente a formularse con gran fuerza la pregunta: ¿por qué más bien yo
mismo, persona singular, y no tan sólo un individuo humano con identidad propia?,
como recalcando el hecho íntimo de que la mismidad tendría existencia autónoma
e independiente del universo.
Nuevamente, la ciencia frente a esta pregunta no tiene nada
que responder y la filosofía se puede quedar con la ilusión de haberse podido
hacer eco de ella. Tan sólo la fe inexplicable e inexpresable podría dar una
respuesta. Esta pregunta proyecta la existencia del ser humano que la formula
hacia una dimensión transcendente. Significa desear buscar una explicación
metahistórica al hecho de su conciencia profunda de su propia historia, de su
existir concreto en la historia, de un ser en sí mismo más íntimo que de su
propio existir aquí y ahora, que es el “ser ahí” (Dasein) de Heidegger. Si Dios se comunicara con una persona,
pensamos que no le importaría evidentemente su raza, edad, sexo, profesión ni,
incluso, credo (o pertenencia a una iglesia o secta); importaría para efectos
de una comunicación plena solamente que ella fuera justa, caritativa y
misericordiosa; y estas virtudes surgen precisamente en su mismidad tras haber
estructurado una conciencia profunda en cuya cosmovisión Dios ocupa el centro y
que posibilitan su acción intencional en una escala moral.
El yo profundo
El basamento irreductible del yo profundo constituye el
punto de partida de la manifestación religiosa que intuye lo sobrenatural, y
busca desde el aplacamiento del poder incontenible, arbitrario y terrible;
siguiendo por la idea de un poder igualmente poderoso, pero con el cual es
posible establecer alianzas de protección y cooperación dentro de un plano de
justicia; pasando por la idea de un poder que significa benevolencia paternal
y perdón por parte de aquella entidad concebida como providente y benefactora,
hasta llegar a la idea de la posibilidad de una íntima relación mística divina-humana,
de amor, que de paso llega a asegurar la existencia personal y a encontrar su
plenitud.
Desde el punto de vista de la conducta y la apreciación del
hombre religioso, no importa tanto que crea en Dios como en qué Dios realmente
cree. También este basamento irreductible es el punto de partida de la
manifestación poética más misteriosa, que es la realidad que el yo profundo a
veces refleja a través del arte en cualquiera de sus expresiones plásticas,
musicales y verbales más sublimes. La creencia en Dios no es un acto puramente
subjetivo, donde el supuesto hombre religioso crea un dios en la medida de sus
anhelos, esperanzas o necesidades. En primer lugar debe producirse una
necesidad de Dios, y cada cual tiene la misión de descubrir a Dios. Sin duda
que el humilde de corazón, el que sufre, el inocente tiene una mayor capacidad
para descubrir al Dios verdadero que el prepotente, el exitoso, el codicioso.
En segundo lugar, la real medida de verdad de este Dios debe comprender un Dios
creador del universo, o sea, omnipotente y que transciende el universo, y un
Dios salvador, o sea, providente, paternal, posible de interlocucionar con Él.
Por último, por parte del hombre religioso la medida de su actitud frente a
los seres humanos y al universo la da el ejemplo de vida de Jesús.
En el ámbito meta-científico y meta-filosófico cabe una
explicación que desde ya entra de lleno en el terreno de la fe religiosa. La
salvación eterna es un asunto entre el Dios creador y salvador, identificado
como todopoderoso, y el poder libre de la persona humana, pues una persona que
posee la fuerza de la fe puede actuar con la fuerza de la caridad, del amor.
Nótese que los términos “poder”, “fuerza” o “acción” son relevantes a situaciones
de nuestro propio universo sensible, pero ellos son utilizados para designar
de una manera más bien analógica una realidad transcendente que nos es tan
inexplicable.
El caso de la experiencia mística de san Juan de la Cruz permite entender la
unión del yo profundo con Dios. Este carmelita descalzo español usaba la imagen
“noche oscura”, que sugiere lo eterno, para simbolizar tanto la negación activa
referida a lo sensible como a la negación pasiva referida a la purificación del
espíritu (la vía purgativa). El yo profundo (el espíritu) experimenta una
desoladora sensación de soledad y abandono antes de dejar paso a la luz (la vía
iluminativa), pues unirse a Dios es previamente un perderse a sí mismo en su
materialidad para después ganarse. La aspiración del espíritu es la unión mística
con Dios en una fusión total con Él (la vía unitiva).
Tradicionalmente, el problema se planteaba de si el ser
humano se salva por la fe o por las obras. En realidad el problema está mal
enfocado. El salvador es Dios, no es el ser humano. Por otra parte, las obras,
propias de una conducta moral que tiene como centro de gravedad a Dios, son
consecuencia de la fe y son el reflejo de una actitud religiosa. Cualquier otro
elemento de esta discusión pertenece a la casuística o al formalismo legalista.
Así, pues, una persona, mediante la intervención divina, podría transcender su
propia materialidad, si cabe hablar así. Es posible que el poder divino tome
aquella persona que libremente responda a su llamado, que ya fue anunciado por
Jesús, la saque de su estado inmanente o natural y la eleve hacia una dimensión
transcendente.
La experiencia
religiosa y la fe
Por medio de la conciencia de lo otro y de la conciencia de
sí se da el fenómeno religioso en forma natural, en el que es posible concebir
hasta la realidad de un Dios y actuar en conformidad con esta creencia. Pero
únicamente la conciencia profunda permitiría una especie de relación
interpersonal e íntima entre lo divino y lo humano. La crítica evangélica al
fariseo no fue tanto por su soberbia y por su puro ritualismo como por el
quedarse solamente en una pura conciencia de sí y no llegar a lo íntimo de la
conciencia profunda, la que, en consecuencia, no es adquirida por el sabio o el
poderoso, sino por el humilde de corazón.
La relación interpersonal con lo divino, no obstante, puede
constituir una pura ficción, sólo producto de la imaginación, si acaso no está
sustentada en la fe profunda que supone precisamente este tipo de conciencia
y, además, la creencia en el Dios creador del universo y salvador del ser
humano. Del mismo modo como la conciencia de lo otro es funcional con el
universo y la conciencia de sí lo es en especial con el ser humano, la
conciencia profunda sería funcional para una relación interpersonal con Dios.
Así, cada tipo de conciencia se relaciona con su objeto distintivo.
Este paso en la argumentación no es una fácil excusa frente
a la legítima inquisitoria de la ciencia, sino que es una afirmación radical
de la autonomía de la existencia de algo que la ciencia no abarca. La fe es una
noción irreductible al conocimiento objetivo, pues no depende de la causalidad
natural. La fe y la ciencia pueden perfectamente coexistir, porque pertenecen a
realidades distintas. La ciencia se refiere al universo espacio-temporal; la fe
se refiere a lo que transciende el universo espacio-temporal. La fe surge en
la conciencia profunda de un ser humano bajo tres condiciones: la intuición con
mayor o menor fuerza de una realidad sobrenatural y trascendente; un deseo de
transcender la realidad natural y la propia muerte; y principalmente como una
donación gratuita divina, al modo como la tradición cristiana afirma. En este
tercer respecto, Dios es naturalmente silencioso. Nadie que no sea un
esquizofrénico, un histérico o un mentiroso puede aseverar que Dios le habla,
pero una santa Teresa de Ávila (1515-1582) o un san Juan de la Cruz (1542-1591) han podido
afirmar que la relación con la divinidad es producto de un estado de conciencia
muy particular.
En el Padrenuestro,
la oración que nos enseñó Jesús, se pide, “hágase tu voluntad”. Si Dios es
silencioso, nadie puede saber cuál es su voluntad. Entonces, quien ora está
diciendo que sea lo que sea lo que su vida le depare, debe aceptarlo como
voluntad de Dios. Si uno es esclavo, tiene una enfermedad dolorosa, enviudó, es
sordomudo, fue arrastrado a Auschwitz, etc., tal es la voluntad de Dios y
pertenece a las limitaciones de la vida que se deben sobrellevar sin
condicionar el amor a Dios. La oración enfatiza la dependencia y la aceptación,
reconociendo el carácter de criatura.
La salvación
transcendente
A continuación veremos hasta donde nos es posible comprender
el significado de salvación en el sentido de una salvación transcendente, es
decir, qué y cómo es lo que se salva. Desde un punto de vista bien concreto y
colectivo, que supone que la salvación es un estado existencial que transciende
esta vida terrenal, el problema de quién se salva admite muchas
interpretaciones. En el cristianismo, para los calvinistas quienes se salvan
son los predestinados por Dios; para los pentecostales, son los “tocados” por
Dios; para los luteranos, son los que creen en la palabra de Dios escrita en
las Sagradas Escrituras; para los bautistas, son los bautizados en su iglesia;
para los adventistas, son los que esperan la segunda venida de Cristo; para los
católicos conservadores, son los que cumplen con los mandamientos de Dios y de la Iglesia , creen en la
doctrina eclesiástica aunque contradiga los hechos y, en especial, reciben los
sacramentos y participan de los ritos. En el fondo, para ser un elegido, o se
requiere cumplir con ciertos trámites formales, o ser señalados especialmente
por Dios. Sin embargo, en contraposición con esta perspectiva formal y
normativa, para el Evangelio, como veremos más adelante, son todos aquellos que
responden libre y responsablemente al llamado universal de Dios, que Jesús
hizo, para participar de su Reino, aunque no hayan jamás escuchado
explícitamente de tal invitación, y han sido justos y bondadosos.
La salvación no es un cambio de estado de una colectividad.
Desde la perspectiva de la transcendencia, no se salva la colectividad. Puesto
que la salvación viene tras la muerte y la muerte es individual, la salvación
pasa a ser algo que compete a la persona individual.
Supongamos como punto de partida la creencia que el Dios
creador es el mismo que el Dios salvador que salva al justo y al
misericordioso. Esta premisa tiene imprevisibles consecuencias si en el proceso
lógico se acompaña con otros supuestos. Uno de ellos es, por ejemplo, la
creencia de que el hombre tiene un alma inmortal. Por deducción se tiene que
admitir entonces que, si hay hombres injustos y pecadores cuyas almas son
indestructibles, también Dios tendría poder para juzgarlos y condenarlos
temporal o eternamente. El problema que sigue es la contradicción entre un Dios
infinitamente bondadoso y misericordioso y la terrible pena que tendría un alma
pecadora a sufrir por toda la eternidad. Otra creencia difícil de sostener es
la idea de que Dios premia al justo con bienes materiales en esta vida, aunque
sea como una señal de predestinación a una salvación eterna, como sostienen los
calvinistas.
Pero, según lo que hemos venido analizando, podemos suponer
que el hombre no está compuesto de cuerpo y espíritu inmortal, sino únicamente
de un cuerpo muy material, contradiciendo con ello la opinión generalizada que
ha sido sostenida desde tiempos inmemoriales y con el sello de garantía dado
por la filosofía de Platón. La explicación que se podría dar es que el ser
humano, incluido todos los procesos cognoscitivos, volitivos y afectivos, puede
ser comprendido en su totalidad por la naturaleza física y la enorme
funcionalidad de la materia estructurada. Si ello es así, uno de los
significados de salvación puede ser que no la habría en el caso de los hombres
"pecadores", aquellos que se ocupan únicamente de su propia
supervivencia, prescindiendo de toda moral, tal como es la conducta de
cualquier animal. Pero tampoco habría condenación para ellos. Simplemente
mueren y dejan de existir, como todo ser viviente, convirtiéndose en polvo.
Ésta sería una posible tesis. En el fondo, la salvación de los hombres justos
consistiría en una próxima existencia en el Reino de Dios, en los Cielos,
“lugar” que pertenecería a un universo distinto de nuestro universo
espacio-temporal, y al que se accedería únicamente después de morir.
Una paradoja
La gran paradoja que surge es ¿cómo es posible que un ser,
cuyo origen y existencia pertenece el mundo sensible de la estructura y la
fuerza, pueda trascenderlo? ¿Qué clase de existencia futura, tras su muerte,
puede tener este ser en un mundo que no contiene nada de sensible? ¿Qué es lo
que logra subsistir de su antigua existencia?
La tesis de que el origen y la existencia de la totalidad
del ser humano es el mundo sensible es radicalmente distinta de la tesis
neoplatónica de que la salvación sería una liberación de un alma espiritual que
estaría aprisionada en el cuerpo. Para el neoplatonismo el alma espiritual es
subsistente y, mientras el ser humano viva en este mundo, ella se encuentra
aprisionada por un cuerpo tan lleno de pecado que toda acción liberadora es
infructuosa. Por el contrario, la primera tesis pone como condición de
salvación la libre aceptación a la invitación evangélica a participar en el
Reino de Dios, lo que implica una acción personal absolutamente intencional.
Sin embargo, ambas tesis se asemejan en el sentido de que se requiere de la
acción divina, en la primera para glorificar al ser humano para permitirle su
existencia en el Reino de Dios, y en la segunda, para glorificar el cuerpo que
en el otro mundo volvería a unirse con su espíritu en una resurrección eterna.
Si sostenemos que el ser humano, el homo sapiens de la
ciencia, es una especie del género mamífero, de la familia de los primates, que
se distingue de todos los otros animales solamente porque es capaz de pensar en
forma abstracta y lógica, de actuar en forma libre e intencional, de albergar
sentimientos y hasta de tener un concepto de un Dios creador y salvador,
podemos llegar al menos a dos ideas relacionadas con su salvación
transcendente. Por una parte, su naturaleza animal sería de una naturaleza per se tan radicalmente pecadora que
ninguna acción propia lograría redimirlo o expiarlo, no teniendo posibilidad
alguna de salvación si no es por una intencionalidad divina de un ser tan
omnisciente que desde la eternidad lo predestinara para salvarlo o para
condenarlo para toda la eternidad. Por la otra, aquel ser sapiens podría
mediante su acción libre e intencional, que lo auto-estructura, ser la
contraparte de un diálogo con el Dios salvador.
Podemos adherir ciertamente a la segunda tesis. En efecto,
los seres humanos somos vástagos de una larga evolución biológica. Pero nuestra
inteligencia, aunque enteramente biológica, nos distingue del resto de los
animales. Ella nos permite reconocernos a nosotros mismos como personas. No
obstante, también nos permite reconocer la existencia de un Dios creador y la
posibilidad de establecer una comunicación personal e íntima con Él. Sería,
por lo tanto, incongruente dentro del orden del universo y su causalidad, y
probablemente del plan divino de salvación, que, después de todo, la existencia
individual acabara del todo con la muerte de una persona que busca activamente una
comunión con Dios. Más adelante veremos que el ser humano no solo pertenece al
mundo sensible y material de la estructura y la fuerza. A través de su acción
intencional es capaz de forjar un “espíritu” (en el sentido de no material) que
transciende la materia y estructura la energía, la que no tiene ni tiempo ni
espacio.
La muerte
Sin duda, el tema más importante para cualquier ser humano
es el pensamiento de su propia muerte. Aunque la muerte termina con todos sus
proyectos de vida, es el único medio para su trascendencia. Sin embargo,
también es el tema que él más evade, porque sabe que la muerte va a terminar
irreversiblemente con todo lo que sabe, todos sus logros, y todo aquello con lo
que se siente tan a gusto, y también porque él no tiene ninguna base para saber
lo que viene después de su propia muerte, si acaso hay algo en absoluto que
viene después. Nadie ha vuelto del otro mundo que nos diga cómo o qué hay ahí,
a excepción de algunos pocos que han estado presuntamente muertos durante unos
minutos y han experimentado algún tipo de existencia en el "más
allá". El hecho es que no existe un argumento científicamente cierto para
apoyar alguna existencia ulterior, salvo las razones dadas por la religión y la
teología.
Si alguien tiene la convicción íntima de que ninguna
existencia personal seguirá después de su muerte biológica, su sistema de
creencias personales y culturales se adaptará a este hecho, y la muerte asumirá
un suceso fatal e irreversible que terminará con acabar definitivamente con su
vida, tal como termina con todo organismo biológico. Así, un naturalista
agnóstico sostiene que la muerte es el fin absoluto e irreversible de la vida.
Para él, la supuesta existencia después de la vida es sólo una fantasía nacida
del constante esfuerzo biológico para sobrevivir mientras se buscan maneras de
cumplir esa necesidad, de negar las tristes consecuencias de la muerte,
mientras que psicológicamente se resiste a la idea de la muerte. Esta actitud
resignada es realmente muy conveniente. Induce a una complaciente actitud de
vida y cubre con un manto de desinterés y evasión la latente angustia y temor
de algún día tener que morir.
En efecto, sabemos que la vida es un proceso biológico que
para todo individuo comienza en un momento determinado de la historia y termina
necesariamente después de un tiempo, el que para este individuo es toda su
vida. La vida transcurre en el tiempo entre la concepción de un organismo
biológico y su muerte. Un organismo biológico es en sí un sistema que obedece a
las leyes de la termodinámica. Consume, transforma y entrega energía, mientras
mantiene una identidad, sufre cambios sin perderla e intercambia energía con el
medio. Cuando la muerte pone término a la vida, el sistema pierde su identidad,
dejando irremediablemente de tener existencia mientras sus componentes se
disuelven en el ecosistema.
Cuando es natural, la muerte se presenta normalmente tras
gran dolor y agonía. El mecanismo de selección natural, que es muy eficiente
cuando se trata de la supervivencia y la procreación, no es precisamente muy
benevolente con los ancianos. Su objetivo es la prolongación de la especie a
través de individuos aptos –capaces de sobrevivir y reproducirse–, pues si no,
ésta se extingue. Los individuos viejos, que ya no pueden reproducirse ni
ayudar a los jóvenes, aparecen como competidores de los limitados recursos. La
selección natural ha creado mecanismos para su extinción y nada le importa que
ésta pase por una prolongada agonía. En el ecosistema los debilitados viejos
sirven de plato fuerte para los depredadores. Si aún lograra sobrevivir, los
fallos homeostáticos casi programados no conducen precisamente a un
envejecimiento placentero. La medicina moderna ha creado paliativos cada vez
más sofisticados, pero solo para individuos adinerados.
Los seres humanos somos enteramente organismos biológicos.
Pero, a diferencia de los otros organismos biológicos, la muerte es vista por
nosotros, no con un natural temor, sino que con el más horrendo pavor. La causa
de esta profunda emoción es que nuestra inteligencia nos permite tener
conciencia de que nuestro destino es morir y que la muerte va acompañada de una
mayor o menor agonía. Si el temor es una sana emoción cuya función es apartar
de sí todo peligro que puede menoscabar la existencia propia y si el principal
afán existencial es la propia supervivencia, la muerte se presenta como la
amenaza extrema que tiene la particularidad de acabar con nada menos que la
propia existencia. Tal vez existan un par de consuelos: saber que la muerte nos
iguala a todos, ricos y pobres, famosos y desconocidos, y saber que todos
tendremos que morir.
La vida humana se distingue de la vida animal justamente por
nuestra inteligencia que ha sufrido mayor desarrollo en el curso de la
evolución biológica. Nuestra acción de intercambio con el medio y con nosotros
mismos es intencional. Emana de una deliberación racional que el sujeto humano
realiza teniendo como centro su conciencia. De todos los organismos vivientes,
sólo el ser humano adquiere conciencia desde su tierna infancia del temible
hecho de que algún día tendrá que morir, hecho que rompe radicalmente con su
instinto biológico de supervivencia. En una segunda instancia, una vez que su
conciencia se enfrenta a su más cruda y terminal realidad, se hace la pregunta,
¿qué le ocurrirá a él después de morir, si acaso algo ocurre?
Para obviar el temible hecho de la muerte, desde el Hombre
de Pekín todas las culturas se basan y giran en torno a alguna fantasía que
silencia el problema de la muerte, postulando algún tipo de existencia después
de la hora suprema. Estas fantasías van desde la creencia en la resurrección
del propio cuerpo hasta transmigraciones y reencarnaciones. Resulta difícil
aceptar que una existencia después de la muerte pueda ser más de lo mismo, ya
sea mucho mejor o mucho peor. Aunque muy reconfortante, algunos pueden creer en
walhallas, nirvanas y paraísos, pero son falsos. Tampoco resulta satisfactoria
la creencia en reencarnaciones, pues la pregunta que sigue se relaciona con qué
beneficio tiene para la existencia actual saber que uno fue en una vida
anterior un oficial de Napoleón, un hermano del faraón Amenofis IV o un humilde
ratón, y qué importancia reviste para alguien si después de su muerte su
particular espíritu transmigrará a otro ser con identidad propia, pero
completamente desconocido. El hecho manifiesto es que una persona no recibe en
absoluto ni una vivencia, experiencia ni conocimiento de alguna existencia
anterior a la suya propia, exceptuando el natural comportamiento instintivo que
proviene de un genoma compartido con la humanidad.
Tampoco debemos conformarnos con fantasías o creencias de
tipo dualista, como la platónica, que concibe al ser humano como un compuesto
de espíritu y cuerpo, llegando la muerte cuando ambos componentes se separan
temporalmente. Para esta escuela el espíritu o alma preexiste o es creada en el
instante de la concepción de un ser humano o puede incluso no tener comienzo,
siendo la resurrección el momento cuando éstos se reunifican para la eternidad.
No existe evidencia alguna para confirmar esta creencia que tanto ha
influenciado la cultura occidental. Por el contrario, las leyes de la
termodinámica no podrían explicar de dónde un el organismo viviente obtendría
la energía necesaria para existir eternamente, qué ocurriría con los desechos
entrópicos de su actividad, qué efectos habría en el ecosistema, etc.
Sin embargo, en contra de todas las creencias anteriores,
para apoyar o contradecir alguna fantasía en particular, está la abundante
experiencia parapsicológica de manifestaciones de “espíritus” que casi todos
hemos tenido al menos alguna vez en la vida o que hemos escuchado innumerables
veces de testigos que nos son fiables. Esta experiencia arroja un pesado manto
de duda sobre la postura agnóstica. Aunque no puede ser considerada como
demostración válida y empírica de la posibilidad de alguna existencia después
de la vida, tampoco se la puede desechar. Esta experiencia no demostrable está
allí, no sólo para inquietarnos, sino que para descalificar cualquier postura
agnóstica que niegue dicha posibilidad.
Adicionalmente, el problema de aceptar una existencia
después de la vida no es menor. Desde el punto de vista de la moral, resulta
ser el principal problema. La acción intencional se proyecta usualmente a
afectar nuestro entorno, que es material, dentro de un referente de
espacio-tiempo. La muerte termina con el origen de esta acción, aunque lo
causado siga su curso proyectado. Sin embargo, la creencia de una existencia
después de la vida –indicando que el destino final personal no termina con la
muerte– nos obliga a modificar nuestras acciones. Además, si la cosmovisión de
alguien incluye la creencia de que su existencia después de su muerte depende
de su comportamiento actual, entonces sus deliberaciones previas al actuar y
hasta los efectos de sus acciones tienen profundas repercusiones, obligándolo a
optar por un curso de acción determinado por la axiología que acepta.
Aparte de Dios, si uno acepta que
todo lo que existe pertenece a nuestro universo de materia y energía, la
pregunta ¿qué parte de mí puede subsistir a mi muerte, si acaso algo puede
subsistir? genera más preguntas de las que responde. Así, ¿qué naturaleza
tendría ese algo?, ¿cómo se generaría ese algo?, ¿cuál sería su sustento?, ¿se
identificaría ese algo con el yo?, ¿qué es el yo?, etc. Cualquier respuesta que
se puede dar entra en el terreno de la hipótesis. Además, estas preguntas
tratan de asuntos imposibles de demostrar por pertenecer a un ámbito que existe
más allá de nuestra experiencia sensible.
Uno tiene el perfecto derecho a
plantear con toda sensatez si acaso la mismidad es subsistente a la muerte del
individuo, y si lo es, de qué manera, puesto que ya no habría supuestamente un
espacio-tiempo, ni tampoco la mismidad estaría sujeta al imperio de las leyes
de la termodinámica. Sin embargo, la conciencia profunda no aparece de la nada,
sino que es una estructuración en una escala superior que surge de la
conciencia de sí. Tampoco es una mismidad estática, encerrada en sí misma e
inmanente, como se podría entender a un monje budista. La conciencia profunda
surge de discernir que existe una meta infinita capaz de unificar y dar sentido
a las distintas acciones intencionales, y que es del todo deseable. También
entiende que es posible alcanzarla, al tiempo de comprender asimismo las
propias e irreductibles limitaciones para este emprendimiento.
Muchos no se plantean el problema de “la otra vida”, estando
no sólo muy conformes con su existir terrestre, desprovisto de una perspectiva
transcendente o de una cosmovisión que incluya a Dios, sino que, por el
contrario, muy incómodos con la posibilidad de otra vida y de una
transcendencia, en especial si se niega de partida la existencia de Dios. Sin
duda que la idea de la muerte resulta extremadamente incómoda para todo el
mundo, y sobre todo para quien tiene una existencia exitosa, próspera y llena
de planes para esta vida. Y no sólo esta idea es rechazada por quienes tienen
la posibilidad de tener una vida placentera hasta la misma muerte, sino que
también el pensar en una vida después de la muerte, pues si se está conforme
con la vida terrenal, ¿qué objeto tiene otra vida distinta de la que se está
disfrutando?
Sin embargo, el misterio más grande de la vida es
precisamente su necesario término en la muerte, el crudo suceso de que tengamos
que desaparecer forzosamente tras haber hecho hasta lo indecible por
sobrevivir. Y si tras la muerte subsistimos de alguna manera, podemos suponer
que aquello que subsiste es el resultado de restar a nuestro ser todo aquello
que es animal, considerando que todo aquello que pertenece a la naturaleza
biológica perece irreversiblemente.
No obstante, a pesar de no saber precisamente que es lo que
subsistiría de nuestra existencia, han existido innumerables culturas desde
antes de la aparición del hombre moderno, hace unos 150.000 años, que contienen
la creencia en la vida en un “más allá” y en la resurrección de los muertos. A
través de los siglos, la conciencia de sí ha elaborado naturalmente mitos de
resurrección. Desde tiempos antiquísimos los seres humanos se resisten a
pensar que su destino fatal sea su completa desaparición con la muerte, y han
supuesto que, después de morir, de alguna manera se resucite tiempo después.
Los faraones eran tan obsesivos con esta creencia que dedicaban los mejores
esfuerzos de decenas de miles de sus contemporáneos en construirle tumbas –o
más bien torres de lanzamiento de seres humanos al más allá– para protegerse
cuando muerto mientras llegaba el momento del viaje al otro mundo. Muchas
personas de otras culturas, sin ninguna fe en una resurrección y ante el más
completo desconocimiento de una existencia después de la muerte, pretenden vana
e ilusoriamente subsistir a la muerte a través de su descendencia, sus obras o
en el recuerdo colectivo. Tal resurrección de los muertos es un mito, como
veremos, pero ayuda a sobrellevar este trance.
Del mismo modo como únicamente una persona con conciencia de
sí puede actuar intencionalmente, con un sentido y una finalidad, también
únicamente una persona con dicho tipo de conciencia puede reflexionar sobre su
destino e imaginarse a sí misma después de muerta, aunque ello sea
completamente absurdo. Además, solamente esta clase de persona puede creerse
un interlocutor válido de un Dios providente en una relación más de justicia
que la que puede establecer con un ser implacable y hasta arbitrario (que es la
noción del Dios de la conciencia de lo otro y del Pentateuco). Por lo tanto, si
bien la reflexión hecha por la conciencia de sí conduce a la noción de un Dios
transcendente y salvador, la reflexión hecha por la conciencia de lo otro
conduce a la concepción de un Dios inmanente y justiciero.
El sentido religioso de la realidad transcendente se hace
presente cuando el ser humano formula cualquiera de las siguientes dos
preguntas: ¿cómo es posible que yo no pueda subsistir a mi propia muerte? O, si
aceptamos la existencia de un Dios creador, ¿qué propósito pudo tener Él en
haber creado a un ser capaz de alabarlo, glorificarlo y ejercer acciones
morales si éste no puede transcender su propia naturaleza mortal?
A pesar de que las posibles situaciones escatológicas son a
menudo imaginadas de modos bastante terrenales y sensibles, con formas de
túneles oscuros que desembocan en una plácida, pacífica, comprensiva, amante e
intensa luz o, de modo más tradicional, con un cielo azul y luminoso donde
flotan blancas nubes y vuela una corte de ángeles al son de música coral con
acompañamiento de relucientes trompetas y dorados laúdes, y en el plano
inferior, infiernos sulfurosos y llameantes, presididos por diablos blandiendo
tridentes, ellas constituyen ya el comienzo de una noción de una
transcendencia.
El perenne problema, tema del Libro de Job, que se expresa del siguiente modo: si Dios es
infinitamente justo y poderoso ¿cómo es posible que pueda permitir el mal?, es
postulado por la conciencia de sí que no sólo ha llegado a identificar al Dios
creador con el Dios salvador. En este problema, también está presente la
conciencia de lo otro en cuanto se concibe que existe también la idea de que
Dios puede alterar milagrosamente la naturaleza para beneficiar por
reciprocidad a quien hace formalmente el bien.
La solución a este problema radica en considerar primero que
el mal no es algo absoluto, sino que es relativo a cada cual respecto a las
necesidades de supervivencia y reproducción, y segundo que el ser humano está
escindido entre su naturaleza animal que, por instinto, busca su supervivencia
y reproducción y su naturaleza pensante y volitiva que llega a desear lo
transcendente. El que el ser humano esté sujeto a las leyes naturales, debiendo
por ello sufrir, trabajar y morir, no es exactamente consecuencia del pecado
original, sino de pertenecer al universo y ser un producto de su evolución. El
que busque lo transcendente se debe a su naturaleza racional. En fin, el que
esta transcendencia le sea posible se debería a la invitación hecha por Jesús
a participar del Reino de Dios.
Cuando la muerte, propia de todo organismo biológico,
desintegra la estructura del individuo, subsiste la persona, que es la
estructura del yo mismo puramente de energías diferenciadas que se han
unificado en la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la
destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo
con su cuerpo de materia estructurada que la contenía, manifiestamente incapaz
ahora de subsistir. Considerando que ya
no resulta necesario satisfacer los instintos de supervivencia y reproducción,
como tampoco estar sujeto a ningún otro instinto, en su nuevo estado de
existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material
y, por tanto, de la entropía, lo que significa también que su acción ya no
puede tener efectos sobre la materia. La persona ha transitado a un estado de
energía inmaterial
Asimismo, desaparecen nuestros atesorados conocimientos y
experiencias de la realidad del universo material que percibimos a través de
nuestros sentidos animales y se guardaban en la memoria, ya que dejan de sernos
útiles para nuestra nueva existencia, como también nuestra forma de pensamiento
racional y abstracto y la misma memoria basados en el cerebro biológico.
Tampoco la persona existiría en un plano de tiempo y espacio, luz, color,
sonidos, aromas, calor, frío, dureza y demás características del universo
material y causal. Recíprocamente de la persona emergería la psicología nueva,
inmaterial, transcendente, de pura energía, pero implícita en la conciencia
profunda, incomparablemente más maravillosa para conocer y relacionarnos
correspondientemente con esa insondable y misteriosa realidad que se
presentaría más allá de nuestra vida terrena, imposible de conocer ahora a
través de nuestra experiencia sensible. Posiblemente, el paso a esta nueva psicología
sería paulatino y asistido.
La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser íntimo,
necesitaría y buscaría afanosamente un contenedor de su propia y estructurada
energía para poder manifestarse y expresarse en forma plena de vinculación. La
esperanza es que quien en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios y ha
sido justo y bondadoso según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, él estará
finalmente en condiciones de acceder al Reino, que Jesús conoció (¿a través del
fenómeno EFC?) y anunció, cuando muere y existir colmadamente. De ahí que su
condición en la “otra vida” sea un asunto de opción moral personal durante su
vida terrena. Al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el
espacio-tiempo que lo mantiene separado de Dios. Así, la energía liberada
originalmente por Dios retornaría a Él estructurada en el amor.
Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum8c.blogspot.com/, corresponde al Capítulo 3, “Dios y la conciencia
humana”, del Libro VIII, La flecha de la
vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/).
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